Artículos
Filosofía y crítica social. De la razón histórica a la cultura nacional en el pensamiento de Rodolfo Agoglia
Resumen: El presente trabajo se propone esclarecer la función que cumple la reflexión sobre el problema de la cultura nacional en el proyecto filosófico del pensador argentino Rodolfo Mario Agoglia. Para ello, intentaremos trazar un recorrido que se inicia con el problema de la razón histórica, enmarcado en la crisis de las filosofías sustantivas de la historia, que desemboca, a través de un desarrollo problemático que intentaremos subrayar, en la cuestión de la cultura nacional. Destacaremos los puntos de contacto que el desarrollo de la noción de razón histórica tiene con los proyectos de crítica de la ideología, concebidos como justificación filosófica de la crítica social (y en última instancia en el marco de una visión donde la filosofía misma es tal instancia crítica). Intentaremos presentar los lineamientos generales de la propuesta de Agoglia, concentrándonos en las propuestas que apuntan a esclarecer las condiciones de posibilidad y justificación de una razón histórica, en un doble sentido, como razón capaz de conocer la historia, y como razón inserta en la historia. Mostraremos que la articulación de razón histórica y cultura nacional viene dada por la reflexión sobre el problema de la eficacia de la crítica cultural y social.
Palabras clave: Ideología, Historicismo, Hermenéutica, Cultura nacional, Filosofía de la historia
Philosophy and social criticism. From historical reason to national culture in the thought of Rodolfo Agoglia
Abstract: This paper aims to clarify the function that reflection on the problem of national culture plays in the philosophical project of the Argentinean thinker Rodolfo Mario Agoglia. In order to do so, we will try to trace a path that begins with the problem of historical reason, framed in the crisis of the substantive philosophies of history, which leads, through a problematic development that we will try to underline, to the question of national culture. We will emphasize the points of contact that the development of the notion of historical reason has with the projects of critique of ideology, conceived as a philosophical justification of social critique (and ultimately within the framework of a view where philosophy itself is such a critical instance). We will try to present the general outlines of Agoglia’s proposal, concentrating on the proposals that aim to clarify the conditions of possibility and justification of a historical reason, in a double sense, as reason capable of knowing history, and as a reason inserted in history. We will show that the articulation of historical reason and national culture is given by the reflection on the problem of the efficacy of cultural and social criticism.
Keywords: Ideology, Historicism, Hermeneutics, National culture, Philosophy of history
El presente trabajo se propone clarificar el lugar de la reflexión sobre la cuestión de la cultura nacional en el proyecto filosófico del pensador argentino Rodolfo Agoglia. Para ello intentaremos trazar un recorrido que comienza con el problema de la razón histórica, enmarcado en la crisis de las filosofías sustantivas de la historia, y que, mediado por un desarrollo problemático, concluye con el tratamiento de la cuestión de la cultura nacional. Enfatizaremos los puntos de contacto que el desarrollo de la noción de razón histórica posee con los proyectos de crítica de la ideología, concebida como una justificación filosófica de la crítica social (y, en último término, en el marco de una concepción en la que la filosofía misma es tal instancia crítica). Intentaremos presentar los lineamientos generales de la propuesta de Agoglia, concentrándonos en las observaciones que tienden a clarificar las condiciones de posibilidad y justificación de una razón histórica, en el doble sentido de razón adecuada al conocimiento de la historia e inserta en la historia. Mostraremos que el catalizador de la articulación de la razón histórica con la cultura nacional es la reflexión sobre la eficacia de la crítica.
Datos biográficos de Rodolfo Agoglia
Rodolfo Mario Agoglia (1920-1985) fue un filósofo argentino perteneciente a las primeras camadas de filósofos profesionales en este país. Dio sus primeros pasos bajo la dirección de Luis Juan Guerrero y tuvo como maestros a Coriolano Alberini y a Carlos Astrada, por quienes testimonió siempre una profunda admiración. Nació en San Luis en 1920. Cursó estudios secundarios en La Plata, en el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, y realizó estudios de Filosofía en la Universidad Nacional de Buenos Aires, donde se graduó con una tesis sobre el Parménides de Platón, realizada bajo la dirección de Guerrero. Su labor filosófica tuvo en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de La Plata su escenario central, aunque su temprana adhesión al peronismo determinó que su docencia se repartiera por diferentes universidades del país, como las de Bahía Blanca, Mendoza y Jujuy. Fue varias veces director del Departamento de Filosofía, Decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y, en el año 1973, Rector normalizador de la Universidad Nacional de La Plata. Su gestión al frente de la Universidad determinó su exilio, el que estuvo precedido por el asesinato de dos de sus colaboradores en el rectorado de la Universidad, Rodolfo Achem y Carlos Miguel, a manos de la Triple A, una organización paramilitar de la derecha peronista, el 8 de octubre de 1974, y el de su hijo Leonardo Máximo, durante un allanamiento realizado en su casa por fuerzas paramilitares días antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976. Durante su exilio recaló en Ecuador, a instancias de Arturo Roig, y allí desarrolló una importante labor académica en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (Quito), entre la que se destaca su rol de Decano de la Facultad de Ciencias Humanas, como así también una etapa de intensa y fecunda producción filosófica. Con el retorno de la democracia en Argentina, se hizo cargo de la cátedra de Filosofía de la Historia en la Universidad de Buenos Aires. Falleció en Buenos Aires en 1985 (ver Roig, 1986).1
El problema de la razón histórica
En lo que sigue intentaremos mostrar cómo el proyecto de una filosofía latinoamericana de Rodolfo Agoglia puede comprenderse en el marco del intento de desarrollar una filosofía o teoría crítica de nuestra cultura. En particular, mostraremos cómo Agoglia, apoyándose en la construcción de una filosofía crítica de la historia, encuentra en la noción de cultura nacional el catalizador de una de las preocupaciones centrales de cualquier teoría crítica, la de su eficacia práctica. El tema central de sus reflexiones, la “razón histórica”, se vincula con este intento, en la medida en que Agoglia busca reivindicar una idea de razón que tenga en cuenta tanto la facticidad como la trascendencia de la misma.
Para Agoglia, una razón histórica lo es en el doble sentido de razón adecuada al conocimiento de y de razón inserta en la historia. Esta noción afronta una serie de problemas. Ante todo, el problema de una razón “inserta en el proceso mismo de la realidad humana temporal” (Agoglia, 1980, pp. 109, 131 y ss.) radica en la “aporía de la universalidad de la hermenéutica”: “¿Cómo sería posible, en efecto, que desde la conciencia subjetiva del historiador, afectada además por la relatividad de su propia época, pueda elaborarse un conocimiento ‘objetivo’ de otro momento histórico?” (Agoglia, 1980, p. 135). Por otra parte, debe enfrentar los problemas que surgen de la crisis de la concepción tradicional de una razón inserta en la historia (crisis de las “filosofías sustantivas de la historia”), como la que encontramos en las filosofías de la historia teleológicas, que encontraban una respuesta para aquella aporía en términos de la historia como sujeto, es decir, de una historia que buscaría comprenderse a sí misma.
Agoglia considera que la solución de los problemas cruciales de la razón histórica pasa por replantear las viejas preguntas de la filosofía de la historia en un nuevo marco, con lo cual éstas adquieren un sentido nuevo. De manera simplificada, estas preguntas son: ¿cuál es la relación entre comprensión histórica e historia universal?, por un lado, y ¿cuál es la relación entre la comprensión histórica (teórica) y la proyección histórica (práctica)?, por el otro.
Paradójicamente, la reflexión contemporánea sobre la historia ha podido remontar la crisis desatada por las filosofías teleológicas de la historia, que reclamaban un fundamento metafísico, por medio de una aproximación ontológica, es decir, a través de una fenomenología del ser de lo histórico. Dicha aproximación indica que hay una relación esencial entre el tiempo existencial y el modo de ser de lo histórico, que se articula en una experiencia ontológica de la historicidad, la cual debe ser considerada como un aspecto constitutivo del modo de ser de lo histórico (ver Agoglia, 1968, p. 306). De allí que se trate de una consideración ontológica, pero no metafísica.
La aludida “experiencia ontológica de la historicidad” va más allá de la relación entre el tiempo existencial y la historiografía entrevista por primera vez por Nietzsche. De acuerdo a Nietzsche, las vivencias del tiempo existencial determinaban otras tantas formas de abordaje historiográfico. Así, la temporalidad histórica sería una proyección del tiempo existencial.2 Según sea la vivencia del propio tiempo existencial, del mismo resultan otras tantas formas de historiografía, una historia anticuaria, determinada por la carencia de una vivencia del presente, una historiografía monumental, caracterizada por la ausencia de una vivencia del futuro, y una historiografía crítica, que desconoce el peso del pasado sobre el presente.
La relación entre tiempo existencial e historicidad, que caracteriza a la experiencia ontológica de la historicidad en la que Agoglia repara, se distingue de las observaciones nietzscheanas porque la misma no tiene que ver únicamente con la manera en la que nuestro tiempo existencial repercute en nuestro conocimiento de la historia, es decir, con la manera en la que la vivencia del tiempo existencial determina el sentido en que hacemos historiografía, sino con el hecho de que nuestro tiempo existencial finito determina el modo en el que ocurre efectivamente la historia. En tal sentido, al caracterizar esta “experiencia ontológica” Agoglia destaca, como hemos dicho, que la misma es un rasgo constitutivo, es decir irrebasable, de la existencia humana. La experiencia de la finitud determina que los hombres experimenten necesariamente que no pueden realizar acabadamente sus valoraciones e ideales, lo que los impulsa a confiar en la continuidad histórica para poder realizarlos:
Esta experiencia –que según Hannah Arendt ya tuvieron los griegos (…) consiste en la vivencia de la historia como soteria o salvación no escatológica, o sea, en la transferencia o proyección, por el hombre, de sus ideales y aspiraciones imposibles de ser realizados en su vida individual en razón de su finitud, al tiempo sano de la vida de la humanidad. A través de esta experiencia, pues, la conciencia histórica se presenta como conciencia de una temporalidad supraindividual, como conciencia de la continuidad del desarrollo de la humanidad y sus realizaciones en el tiempo. (Agoglia, 1980, p. 93)
Por su parte, la experiencia ontológica de la historia es definida en los términos de una proyección del tiempo existencial que busca la continuidad en la realización del ser del hombre, como consecuencia de lo cual “la historicidad se revela como un modo bilateral e inescindible de ser que, objetivamente, alude a una forma de la temporalidad y, subjetivamente, a la conciencia humana como integradora del tiempo histórico” (Agoglia, 1980, p. 96). En otros términos, se trata del “… intento de salvar el ser del hombre en la temporalidad objetiva de la historia de la humanidad…” (Agoglia, 1980, p. 101).
La reflexión ontológica constituye, en consecuencia, un elemento indispensable para clarificar las condiciones de posibilidad de la experiencia de la historia como la continuidad del desarrollo de la humanidad y sus relaciones en el tiempo, puesto que la apuesta por esta continuidad y el acaecimiento de la historia son una y la misma cosa. Al mismo tiempo, la reflexión ontológica sobre el ser de lo histórico despeja una de las dificultades que se planteó más arriba en los términos de la “aporía de la universalidad de la hermenéutica”: la incompatibilidad entre nuestra condición de agentes históricos y la posibilidad de lograr un conocimiento de la historia. A la luz de la consideración ontológica, nuestra condición de agentes históricos cambia su valencia, de aparecer como un obstáculo para el conocimiento acaba adquiriendo el carácter de una condición positiva: es porque somos agentes históricos, sometidos todos a la misma radical finitud, que podemos comprender la historia, recogiendo el mensaje que la misma encierra (ver Agoglia, 1980, p. 101).
En otros términos, la elucidación ontológica permite encontrar una salida a la crisis de las filosofías sustantivas de la historia, puesto que ésta retoma la conexión sistemática entre ontología y metafísica de la historia, conexión entrevista ya por Fichte y Hegel, sólo que lo hace en un nuevo marco:
Desde un punto de vista teórico, la ontología recupera, para la filosofía de la historia, un haz de problemas que constituían su propia razón de ser y que fueron desechados por un estricto cientificismo histórico como ilegítimos, en razón de su dependencia de presupuestos metafísicos y de pretensiones tan peregrinas como la de prever a priori (por no decir apocalípticamente) el curso total de los procesos históricos. (Agoglia, 1980, pp. 94-95)
Lo dicho implica que se considere necesario abstenerse de “elaborar ninguna teoría que determine el sentido último de la historia universal sin un previo estudio de la estructura interna de la realidad histórica” (Agoglia, 1968, p. 306). Dicho de otra manera, la elaboración del sentido último de la historia se convierte en una variable dependiente del estudio particular o empírico de la historia.
Otra de las consecuencias de la crisis de las filosofías de la historia sustantivas tiene que ver con el carácter antiescatológico que debe tener la conciencia histórica contemporánea, lo cual equivale a reconocer que el hombre es un ser esencialmente histórico, en la medida en que la condición histórica, y por ello en perpetuo cambio, constituye la condición irrebasable de su ser. La aprehensión del fin de la historia (de su sentido o dirección), que en la conclusión anterior se reclamaba condición positiva, debe separarse entonces, rigurosamente, de la postulación de un estado final, término definitivo, conclusión o acabamiento de la historia.
De estas observaciones se desprende que el conocimiento histórico aspira a síntesis parciales, pero cuya parcialidad no es, a diferencia de lo que ocurre en la ciencia natural, un ideal resignado, sino algo inscripto en su propia naturaleza. Es importante destacar que este señalamiento acerca de la naturaleza del conocimiento histórico acarrea una importante ruptura conceptual, ya que el mismo no puede inscribirse en cierta noción de conocimiento dominante en nuestra cultura, según la cual el conocimiento es siempre, idealmente al menos, definitivo, siendo el error lo que está sujeto a cambio, transformación y purificación. Esto puede apreciarse en una de las reflexiones que Agoglia realiza sobre el final del ensayo “Perspectivas de la razón histórica”, cuando indica que “ningún proyecto puede anular, ni tampoco consagrar como definitivo alguno de los momentos del tiempo” (Agoglia, 1968, p. 309).
Veamos algunas implicaciones de esta observación. Por un lado, el pasado en el cual se observan las estructuraciones de sentido no puede considerarse como algo definitivo, ya que, según lo que hemos expuesto acerca del carácter bilateral de la historicidad, el ser equivale al saber acerca del pasado (pasado = conocimiento del pasado), el mismo no puede ser comprendido más que como falible y revisable. El presente, por su parte, trae aparejada la dimensión de la praxis, de la proyección histórica, cuya anulación implicaría la confesión de nuestra impotencia, como ocurre en las tesis revitalizadas, no hace mucho, del fin de la historia, pero que tampoco puede ser exaltado frente a un pasado muerto, según Agoglia, porque ello “configura una mera ilusión, pues nada puede crearse desde un presente originario”. La exaltación del presente frente a un pasado muerto escamotearía la dimensión de sentido únicamente desde la cual resulta pensable la acción futura. Finalmente, el futuro debe aparecer como una orientación general, pero no más que eso, ya que se debe evitar la tentación de quitar al futuro su esencial incertidumbre, sin la cual no es un futuro humano, esto es, un futuro a ser realizado, convirtiéndolo o congelándolo como un devenir más allá de los asuntos humanos, ya sea en la forma de su determinación definitiva en el utopismo, o en la de su predicción detallada, bajo la forma de la planificación tecnocrática.
Por otra parte, Agoglia destaca que la conciencia histórica es inseparable del humanismo, en el sentido de que la historia sólo puede comprenderse como realización de la humanidad. En Conciencia histórica y tiempo histórico, Agoglia puntualiza sobre la noción de humanidad:
En términos generales se entiende que la Humanidad, como categoría conceptual, alude al estado en que el hombre consuma o accede a su propia condición, a su homeidad, y, como realidad histórica, representa el conjunto y la síntesis de todas las etapas recorridas y de todos los logros por él alcanzados en su progresivo advenimiento a aquella condición. En este sentido, claro está, el proceso se bifurca en dos direcciones paralelas que comprenden, por un lado, la maduración o crecimiento espiritual interior del hombre, y por otro, la serie de manifestaciones objetivas a través de las cuales se exteriorizan los distintos grados de ese desarrollo. El concepto que engloba este doble proceso y que supone una determinada valoración de los procesos humanos objetivos, es –desde el Renacimiento- el de cultura. (1980, p. 150)
Esta conclusión desafía nuevamente la oposición excluyente entre hecho y valor, comprendida muchas veces como sinónima de la distinción entre objetivo o racional por un lado y subjetivo y arbitrario por el otro. La conciencia histórica, el conocimiento histórico, es inescindible del humanismo según Agoglia, porque en la conciencia histórica siempre subyace una valoración relacionada con la idea de un desarrollo de la humanidad, y ello es lo que nos lleva a pensar la razón histórica como una dimensión epistemológica en la cual racionalidad y valor son inescindibles.
Los problemas de la razón histórica
Debemos ahora examinar cómo discurre la justificación de la crítica en los términos de una razón histórica. Nótese que, en la medida en que la idea de una razón histórica es propuesta como un paradigma de la racionalidad que intenta deconstruir la oposición entre hecho y valor, entre descripción y evaluación, la apuesta en favor de la misma se decide en la aptitud con la cual este paradigma esté en condiciones de abordar la legitimación de dicha razón, y de la filosofía misma, como instancia crítica frente a la realidad dada. Se trata de la dificultad que ya señalamos arriba como la “aporía de la universalidad de la hermenéutica”. En el lenguaje de la época de los textos de Agoglia, la razón histórica, la filosofía, debe constituirse como crítica de la ideología.
Ahora bien, este proyecto contiene una serie de niveles de difícil articulación, lo que ha sido agudamente advertido por los comentaristas de la obra de nuestro filósofo. Paladines, por ejemplo, sostiene que la conciencia histórica, esa encarnación concreta de la razón histórica, “[n]o es exclusiva ni predominantemente teorética, ya que aprehende el tiempo histórico a través de un proceso objetivo y subjetivo, más nunca con una finalidad preestablecida” (Paladines, 1987, p. 1441). Por su parte, Bonilla realiza una observación semejante acerca de la articulación de los elementos teóricos y prácticos en el seno de la razón histórica. Así, indica que: “[e]n tanto órgano del conocimiento histórico e inserta en el proceso de la realidad humana temporal, la razón humana se coloca en el doble plano de lo teórico y de la praxis histórica” (Bonilla, 1992, p. 25; ver Bonilla, 2005); preocupación que repite luego, indicando que con la razón histórica: “[s]e abren varios caminos del pensar. El más difícil, una vez más, es el de la conjunción de los niveles teórico y práctico de la razón histórica” (Bonilla, 1992, p. 28). Lasala, por su parte, luego de desarrollar, a través de una sugerente analogía musical, los “temas” agoglianos de la conciencia histórica, el “humanismo histórico”, la “responsabilidad”, y la concepción de Agoglia de la filosofía como “trabajo del amor”, propone como un “tema” que continuaría la “variación” etimológica de la palabra filosofía, consistente en el cuestionamiento de la verdad como descubrimiento o visión, a la “problematización del sentido teórico de la verdad” (Lasala, 1992, p. 104. Véase Agoglia, 1966).
Las observaciones de los comentaristas atacan un punto fundamental, un nudo problemático en el cual el propio Agoglia encontró, como veremos, no poca dificultad. La razón histórica, como paradigma alternativo de la racionalidad, no alcanza, con la claridad que sería de desear, el terreno que le permita localizarse más allá de las oposiciones clásicas. El contraste entre la razón histórica y la concepción tradicional de la razón puede presentarse de manera esquemática: lo que distingue a la razón histórica de la razón clásica moderna –abstracta, deductiva, atemporal, universal y neutra frente a las valoraciones–, es que aquélla es concreta, narrativa, si se permite el anacronismo, temporalmente situada, particular y valorativa. Sin embargo, puesto que la concepción de la razón histórica incluye aspectos teóricos y aspectos prácticos, el contraste entre los mismos acaba remitiéndonos a categorías conceptuales opuestas, como por ejemplo entre hecho y valor, objetividad y subjetividad, racionalidad y arbitrariedad, necesidad y libertad, que constituyen las antítesis conceptuales que tensionaron el desarrollo del pensamiento moderno, cuyo desenvolvimiento Agoglia siempre se esforzó por concebir en términos de una posible síntesis, cuya consecución debe buscarse en la razón histórica. (Véase Agoglia, 1979a y Paladines, 1987).
Para abordar el tratamiento agogliano de las dificultades señaladas es conveniente remitirnos a su origen en el núcleo problemático contenido en el segundo sentido que distinguimos más arriba, el de una razón inserta en la historia. La dificultad podría entonces formularse en una pregunta: ¿cómo puede elevarse a la objetividad una razón inserta en la historia?
Al comienzo del trabajo indicábamos que la reflexión de Agoglia intenta subsanar algunas de las dificultades que presenta la conciliación de la esfera de la facticidad histórica con la de la validez a través de una reflexión sobre las aptitudes requeridas para el conocimiento de lo histórico. Tendremos que ocuparnos aún un poco de esta articulación, pero cabe adelantar aquí que el aporte del concepto de razón histórica para pensar la relación entre dichas esferas consiste en indicar que, en el dominio del conocimiento histórico, los intereses, las valoraciones, la inclinación práctica, la inserción histórica del intérprete en definitiva, no deben pensarse como algo que no queda más remedio que tolerar en función de un ideal de objetividad resignado en el ámbito de la comprensión de la historia, y en último término, en la comprensión de los asuntos humanos en general. Al contrario, desde la conceptualización de la razón histórica aludida, la inserción histórica y práctica del intérprete dejan de pensarse como un obstáculo para adquirir un rango trascendental, esto es, pasan a ser señalados como una condición positiva, es decir, como una condición de posibilidad del conocimiento histórico.
La razón teórica o contemplativa funciona siempre con la idea de objetividad, que en la práctica significa posibilidad de acuerdo en las opiniones, como un telos idealmente alcanzable. Dicho de otra manera, frente a un disenso en una cuestión de hecho, se sabe que uno u otro, pero no ambos están en lo cierto, y se espera que “los hechos (o alguna otra instancia) puedan hablar por sí mismos” para zanjar la cuestión. Los hechos, u otra instancia semejante, operarían entonces como una medida común. Ésta es una visión ingenua del funcionamiento de la razón teórica, una concepción que ha sido cuestionada fuertemente a lo largo del siglo XX, que sin embargo se encuentra arraigada en nuestra cultura, enquistada probablemente en nuestras formas lingüísticas, de manera que es razonable esperar que la presentación de una imagen rústica de ésta, al indicar la fuente de la que provienen nuestras intuiciones y objeciones, tenga un efecto disuasivo.3
Dicho ahora por la positiva, el problema que aqueja a la razón histórica es el problema de la objetividad, en la medida en que la misma ha cortado amarras con la idea de una medida común que permita zanjar las disputas. Retomando la exposición previa, el problema se presenta en el reconocimiento, que encontramos ya en Montesquieu y en Herder, de que el desarrollo histórico puede ser multiforme. El reconocimiento de esta multiformidad implica que no hay una medida común a la que los diferentes recorridos históricos puedan reducirse. Más aún, el planteamiento de la razón histórica implica que la multiformidad de las reconstrucciones del pasado y de las proyecciones a futuro pueden ser variadas incluso en el seno de una misma cultura, en el seno de una misma historia.
Como vemos, los problemas son serios. Sin una medida común ¿de qué manera debe operarse la mediación entre articulación y proyecciones diferentes que recíprocamente se reconocen como de la misma historia y del mismo pasado, etc.? Creo que cabe señalar dos etapas, o quizás dos direcciones en tensión, en el tratamiento de esta cuestión por Agoglia. En una dirección, Agoglia se ve inclinado a pensar la legitimación de la crítica que ejerce la forma concreta de la razón histórica, la conciencia histórica de una época, en términos que llevan la conceptualización de la razón histórica hacia recursos conceptuales más tradicionales, y por ello, más próximos a la razón tradicional. En la otra dirección Agoglia busca una manera de legitimar una razón histórica en el interior de la propia historia.
De esta manera, en Conciencia histórica y tiempo histórico, Agoglia caracteriza los elementos ideológicos en las ciencias históricas y humanas en términos de dos posibilidades: (a) las teorías que ocultan el ser de la historia; (b) las teorías que por su contenido ocultan rasgos de nuestra propia situación. El efecto ideológico consiste, en un caso, en obturar ciertos decursos de acción que, aunque posibles, no logran ser advertidos en razón del ocultamiento del carácter prospectivo de la realidad histórica, lo que puede conducir al inmovilismo; en el otro caso, el efecto ideológico tiene lugar debido a la distorsión con la que la propia situación es presentada y exhibida.
En el caso del ocultamiento del ser de lo histórico, Agoglia remite al análisis ontológico fenomenológico como un parámetro crítico dotado de una justificación autocontenida, en virtud de que:
…si (…) sólo buscamos extraer de las distintas situaciones y períodos aquellas propiedades que son comunes a todo suceder histórico, tales caracteres –por ser tan generales y abstractos- no tendrán eficacia para influir sobre nuestro ánimo e impulsarlo a una toma de posición, y serán susceptibles de aprehensión objetiva por nuestra conciencia porque ante ellos nada tenemos que declinar o deponer. (1980, p. 14)
Por su parte, en el ocultamiento de los rasgos de la propia situación, Agoglia también remite a un parámetro crítico que podemos pensar en términos de los recursos de la concepción clásica de la verdad y la razón. Agoglia compara los contenidos de las teorías con lo que él denomina el “presente vigente”:
Y como resultado de este análisis, la historiografía de hoy –a través del amplio espectro de corrientes y escuelas que abarca–, ha caracterizado nuestro presente vigente por rasgos unánimemente reconocidos: indivisibilidad de la riqueza y la miseria, indivisibilidad de la libertad, solidaridad y personalidad inalienables de los pueblos, inseparabilidad de política y economía, descolonización progresiva y creciente, necesidad de integración de las naciones, raíz y destino popular de la cultura, función social de la educación, de la literatura y el arte, misión formativa y liberadora de la filosofía y de la religión, subordinación de la ciencia y de la técnica a la totalidad del saber y a la eticidad, y finalmente, desideologización y humanización del hombre por la historia como praxis y como conocimiento. (Agoglia, 1980, pp. 39-40)
Ambos parámetros críticos nos llevan a modalidades de legitimación de la epistemología tradicional. El modelo de la reflexión ontológica remite a la justificación por ausencia de interés y, por consiguiente, de factores perturbadores de la objetividad. El segundo modelo nos envía, a través de la apelación a la unanimidad, al modelo del acuerdo o de la intersubjetividad racional, como contrapuesto al mero acuerdo fáctico. En ambos casos, la razón histórica estaría confesando su impotencia, ya que la vemos obligada a apelar a una dimensión que trasciende lo histórico, la única en la cual, al parecer, podría encontrar su justificación.
Sin embargo, en Conciencia histórica y tiempo histórico encontramos otro modelo más promisorio para el desarrollo de una razón histórica, por cuanto el mismo encuentra sus fundamentos dentro de la misma historicidad. Se trata de la idea de “humanidad” a la que ya aludimos al final de la sección anterior. La noción de humanidad podría solaparse en su contenido con la noción de tiempo vigente que acabamos de presentar, pero, según veremos, la misma obtiene su fuerza apelativa de unos fundamentos diferentes, fundamentos que, esta vez, hunden de lleno sus raíces en la historicidad.
La razón histórica y el problema de la cultura nacional
Según ya hemos indicado, la noción de humanidad, conjunto de los logros alcanzados en la progresiva obtención de la condición humana en la historia, acaba resolviéndose en la noción de cultura (cfr. 1979b). En este apartado intentaremos mostrar que la noción de cultura también está atravesada por una tensión, la que acaba resolviéndose con una importante elaboración teórica realizada sobre la noción de cultura nacional. Para comprender la naturaleza de estas tensiones y de los cambios operados a raíz de ellas, es conveniente considerar conjuntamente dos textos que realizan, para la noción de cultura, un recorrido semejante a lo que vimos realizado para la noción de razón histórica. Uno de los relatos aparece en el capítulo 11 de Conciencia histórica y tiempo histórico, de 1980, el otro aparece en el artículo “La cultura como facticidad y reclamo”, de 1979,4 un estudio que presenta un tratamiento erudito del desarrollo de la noción de cultura en el pensamiento occidental, del cual el filósofo ecuatoriano Simón Espinosa afirmó que se trataba de una referencia obligada para cualquiera que quisiera abordar el problema de la cultura nacional (véase Espinosa, 1985).
En “La cultura como facticidad y reclamo” (1979c) Agoglia muestra que en el pensamiento griego, lo mismo que en todos los pueblos antiguos, encontramos una noción de cultura entendida como formación subjetiva. La noción griega de paideia hace referencia a la cultura, pero siempre comprendida como una formación subjetiva. Para el griego común, esta “formación subjetiva” consistía en la apropiación del ethos, esto es, de la moral cristalizada en la forma de la costumbre. Para el filósofo, la paideia es, además, la laboriosa captación reflexiva de los principios de la moral y del cosmos. En consecuencia, la cultura como “formación subjetiva” es paralela a la noción de razón refleja que estudiamos previamente. Es importante destacar que la cultura que nosotros llamaríamos objetiva no era pensada por los antiguos como una creación humana, sino como una realidad metafísica preexistente o como un producto divino.
En el mundo griego se produce, sin embargo, un reconocimiento paulatino de un ámbito de objetividad creado por el hombre, es decir, de un mundo humano objetivo. Con Platón y Aristóteles, por ejemplo, ya se considera que las artes productivas son genuinamente creadoras, tal la conceptuación platónica de la tejne, y la aristotélica de la poiesis. Con los sofistas y su énfasis en la convencionalidad, se llega a reconocer el carácter contingente de las instituciones humanas, el carácter convencional de la polis y sus leyes. Esta concepción se desarrolla en tensión con la concepción arcaica, dando lugar a conflictos entre ethos y nomos, entre la tradición y la ley natural, como el que expresa la tragedia Antígona de Sófocles. La oposición entre ethos y nomos es heredada por el pensamiento romano, en términos de la oposición entre cultura animi (que recoge lo que los griegos pensaban como paideia o formación subjetiva) y civitas (correspondiente aproximadamente a lo que los griegos llegaron a pensar como polis y nomos).
Esta exploración semántica, que descubre un concepto de la cultura más restringido que el nuestro, le merece a Agoglia la siguiente reflexión:
La cultura sólo tiene realidad propia en el hombre, porque los principios que la nutren –valores, conocimientos, modelos de conducta- no tienen su raíz en él. Éste sólo produce la Polis con su intrínseca ley: como límites infranqueables para su capacidad creadora quedan siempre la ciencia y la filosofía, por un lado, y la religión y las costumbres, por el otro. (…) a tal punto, pues, van unidas siempre a la noción de cultura las notas de desarrollo y creatividad humanos, que a los principios de toda la formación no se los considera integrantes de ella, a consecuencia de no ser producidos por el hombre. (Agoglia, 1979c, p. 16)
El Renacimiento integra las nociones de cultura subjetiva y objetiva con el concepto de humanitas, en la medida en que este concepto llega a incluir todo valor, con excepción de la religión. El concepto romano de civitas (traducido por civilidad), en consecuencia, amplía enormemente su contenido, en la medida en que termina incluyendo finalmente también a la ciencia y a la filosofía, además de las instituciones que ya estaban incluidas en el concepto greco-romano. Y la noción de civiltà permite comprender la cultura subjetiva como “autoformación del hombre, a través de sus propias creaciones, que constituyen, a la vez, objetivación y desarrollo de sus distintas capacidades” (Agoglia, 1979c, p. 16).
La transformación recién aludida da lugar, con el Iluminismo, al concepto de civilización, con el cual todas las manifestaciones objetivas son comprendidas como manifestaciones del ser racional. Sin embargo, el desarrollo de este concepto se ve cuestionado por la creciente conciencia de la diversidad de estas manifestaciones, que aportan las incipientes ciencias empíricas del hombre, testimonio ineludible de la pluralidad y diversidad de tales manifestaciones en el tiempo y el espacio. Los románticos de fines del siglo XVIII (como Herder y Schlegel) reparan en que la concepción iluminista de la cultura como manifestación del ser racional del hombre no puede dar cuenta adecuadamente de esta diversidad. Por ello proponen pensar a las manifestaciones objetivas como manifestaciones del espíritu humano (Geist), para lo cual incorporan el término cultura (Kultur).
A través de esta apretada síntesis podemos ver, entonces, que el recorrido de la noción de cultura describe una parábola semejante a la de la noción de razón. Esto es, partiendo de una concepción objetivista inicial, en la que la cultura humana tiene un rol reflejo (paideia, cultura animii), pasamos gradualmente a una concepción de la cultura en la que esta noción desempeña un rol crecientemente activo y creativo de un orden de objetividades que no tienen una subsistencia independiente, esto es, pasamos a la conceptualización de la cultura como “objetividad creada” (Agoglia, 1979c, p. 17).
Los términos en los que se concibe este desarrollo, y la antítesis en la que el mismo desemboca, son comunes a los dos textos que nos propusimos comparar. Los mismos se distinguen, sin embargo, a través de una concepción diferente de la síntesis en la que desemboca esta oposición.
En Conciencia histórica y tiempo histórico, Agoglia presenta la dialéctica entre el concepto de civilización, iluminista, y el de cultura, romántico, en términos de la confrontación del capitalismo triunfante que busca en el concepto de civilización la legitimación de la dominación sobre otros pueblos, ejercida a través de las guerras napoleónicas y del colonialismo. A este concepto de civilización, que políticamente equivale al derecho a sojuzgar, se opone el concepto romántico de cultura, de modo que la primera generación romántica, según Agoglia, se convierte en defensora de los pueblos sojuzgados. En este texto, Agoglia considera que Hegel, apoyándose en Fichte, para quien solo la nación, como expresión de la autodeterminación de los pueblos, era la realidad de la cultura, intenta llevar adelante una síntesis, sin lograrlo, porque no llega a solucionar la oposición fundamental entre cultura racional, o civilización, y la cultura nacional e histórica, irracional (ver Agoglia, 1980, p. 155). En última instancia, la síntesis propuesta se malogra, en opinión de Agoglia: “…porque predominan, a la postre, metafísicamente hipostasiados, los conceptos iluministas de progreso y razón universal, que terminan por subordinar la personalidad espiritual y la libertad de los pueblos en provecho de culturas históricas privilegiadas.” (Agoglia, 1980, pp. 156-157).
La síntesis malograda, realizada a favor de la civilización, determina que la oposición entre civilización y cultura reaparezca en la lucha por la liberación de los pueblos coloniales. En las luchas anticoloniales, estos pueblos sustituyen la idea de civilización por la de cultura nacional, que expresa ahora algo distinto de la concepción romántica, una concepción que no acentúa la personalidad integral de los pueblos, sino que también destaca a la propia lucha por la liberación, a la praxis liberadora, como un factor integrante de la cultura nacional. Nos encontramos, entonces, con una nueva noción de cultura nacional, forjada en la praxis y en la reflexión de los pueblos del Tercer mundo, cuya característica sobresaliente es que esta noción de cultura, a diferencia de las nociones iluministas de civilización y romántica de Kultur, “no admite ningún tipo de dependencia” (1980, p. 159). De acuerdo con esta perspectiva, y según un cuestionamiento del universalismo de la noción de civilización (reminiscente de la crítica nominalista de los universales), Agoglia ve en la cultura nacional la verdadera realidad:
…no hay civilización ni tampoco cultura universal independiente de las culturas nacionales y sólo cuando los pueblos realicen cada uno integralmente su propia personalidad se podrá aspirar y protender hacia un universalismo histórico concreto, hacia una etapa general y común de la humanidad, (…) Lo nacional precede a lo universal y no a la inversa. Por eso la cultura nacional, no puede ser definida, tal cual lo hace Massuh, como “universalismo arraigado”, sino como “particularismo integrable en la universalidad”, que no es lo mismo. (1980, pp. 160-161)
Según dijimos, el texto de 1979, compartiendo la caracterización de la situación problemática, arriba a una conclusión diferente. El ensayo como un todo puede considerarse como una reescritura del capítulo 11 de Conciencia histórica y tiempo histórico, en el que los pasajes conceptuales son ampliados y sus consecuencias expuestas en detalle. Lo que importa, sin embargo, es indicar qué es lo que motiva esta reconsideración. En mi opinión, lo que impulsa a este nuevo trabajo es la implícita identificación de los aspectos descriptivos y los evaluativos que encontramos en la caracterización de la noción de cultura nacional que venimos de considerar.
Conviene recordar aquí que la presentación de Agoglia tiene una estructura dialéctica. Agoglia parte de la concepción Iluminista de la razón, entendida como una concepción exclusivamente política, en la que la voluntad nacional es el resultado del contrato. A la misma se le opone la concepción romántica de la nación, de base culturalista, de acuerdo a la cual el sustrato de la nación es un cúmulo de realidades entre las que se destaca el sentimiento nacional, concebido como más originario que la esfera política y frente al cual ésta es vista, en última instancia, como una interferencia indeseable. La caracterización de la síntesis recibe ahora un mayor detalle. La contraposición aludida comienza a ser superada, de acuerdo con Agoglia, con una aguda intuición de Fichte, quien repara en que no puede haber sustancia ética sin voluntad de autoafirmación, combinando así genialmente las nociones antigua y moderna de la moral, intuición que es profundizada por Hegel, quien insiste en que no hay cultura que perdure sólo a base de autoafirmación, por lo cual un ordenamiento jurídico racional es un componente indispensable de una genuina cultura nacional.
Examinemos esto con más detalle. Fichte va más allá de las corrientes anteriores y destaca un hecho, que la eticidad concreta de los románticos, de naturaleza prerreflexiva, no constituye una verdadera sustancia ética, en el sentido de que no consigue subsistir, ser por sí misma un sustrato, si no está acompañada de autonomía: “[Fichte] entendía que esta sustancia ética sólo conformaba una nación cuando iba acompañada de libertad y autonomía. Pero tampoco creía que esa eticidad pudiese existir desprovista de autonomía.” (Agoglia, 1979c, p. 29). En consecuencia, lo que Fichte sostiene es que no hay nación sin eticidad, pero también que no hay eticidad, en sentido propio, sin autonomía. El rasgo nacional consistiría, entonces, no sólo en los sentimientos de pertenencia a un conglomerado cultural, sino en que esos sentimientos se encuentren asociados a una voluntad de autodeterminación. Fichte, en consecuencia, define a la nación como una comunidad ético-política: “Ética, porque (…) vive en la comunidad real y concreta, con todos los individuos que la integran y todas las determinaciones comunes que los enlazan. Y política porque (…) [la] voluntad de autonomía es la condición de nacionalidad y de cultura y, sin ella, el sentimiento nacional y sus expresiones (la sustancia ética) se labilizan y se extinguen.” (Agoglia, 1979c, p. 29).
El paso siguiente lo da Hegel, quien repara en que, además de lo que señaló Fichte, hace falta una facultad y una realidad integradora que permitan hacer de la sustancia ética una verdadera sustancia. La facultad faltante es la razón y la realidad objetiva es el Estado, que sintetiza la eticidad en el derecho que constituye la razón nacional.
Los elementos que presentamos encuadran el nuevo tratamiento del problema de la cultura nacional, al tiempo que nos permitirán exhibir claramente su enlace con el problema de la razón histórica, que es lo que nos proponíamos desde el comienzo. Para ello es importante notar que Agoglia ubica ahora el abordaje del problema de la cultura nacional en el marco de la problemática relación entre facticidad cultural e ideología. Acerca de la facticidad cultural, Agoglia se encarga ahora de señalar que no sólo tiene un rasgo de inacabamiento, en la medida en que no está nunca definitivamente consagrada, sino que, además, puede ser reputada como ilegítima. Dicho de otra manera, un sistema cultural puede configurar, por su contenido, un sistema ideológico (ver Agoglia, 1979c, p. 26). Habiéndonos advertido de esto, Agoglia indica inmediatamente que es dentro de este marco donde “…se inserta precisamente el concepto de cultura nacional, que constituye una de las constantes que acompañan, caracterizan y signan la cultura y el pensamiento latinoamericano desde los primeros años de la independencia” (Agoglia, 1979c, p. 29). Dicho de otra manera, el terreno en el que Agoglia relocaliza el problema de la cultura nacional es el de la reflexión filosófica sobre la crítica social, sobre sus condiciones y legitimación, y sobre los factores que determinan su eficacia.
Para facilitar el acceso a nuestra interpretación del texto agogliano conviene indicar que el problema de la justificación de la crítica de la ideología es casi contemporáneo con el nacimiento de la misma noción de ideología. Con la introducción de esta noción, Marx y Engels destacaron la, desde entonces ineludible, conciencia de la determinación social de todo pensamiento. Recordemos que la noción marxista de ideología se compone de dos aspectos, uno epistemológico, que indica que la ideología es una representación falsa de la realidad social, y uno sociológico, que indica que esta representación distorsionada favorece los intereses particulares de una clase social sobre otras. Ahora bien, si atendemos a estos dos aspectos, resulta que en la composición misma de esta noción hay una suerte de tendencia hacia la propia deconstrucción, o para decirlo hegelianamente, la verdad de la noción de ideología, esto es, el desarrollo de todas sus implicaciones, plantea la pregunta por las condiciones sociales desde las cuales se ejerce la crítica. En otros términos: ¿cómo sabemos que la crítica de la ideología se realiza en términos de conocimiento verdadero y que no es otra representación distorsionada que favorece ahora otros intereses particulares?5
Al llamar la atención de esta manera sobre la ubicación del concepto de cultura nacional, comprendido de acuerdo al despliegue histórico que hemos considerado, en el marco de un proyecto de legitimación de la crítica de la ideología, podemos presentar el rol asignado al mismo con su mejor rostro. Así, por ejemplo, la afirmación de Agoglia, de acuerdo a la cual “…una cultura no es por esencia o necesariamente nacional” (Agoglia, 1979c, p. 26), está operando un deslinde a través del cual el maestro argentino busca desmarcar la noción de particularidad cultural, que sí reconoce como un rasgo esencial ineliminable de las manifestaciones culturales, de la noción de cultura nacional. Al separar a esta última noción de la facticidad cultural, se prepara el filo crítico que Agoglia busca darle a la noción de cultura nacional. Téngase en cuenta que la tarea de la crítica social es cuestionar un acuerdo fáctico en términos de una situación posible que se presume como deseable, esto es, como susceptible de recibir el consentimiento de los actores intervinientes. Así queda claro que lo que está atado a la facticidad de una cultura es su particularidad, mientras que las diferentes apreciaciones sobre el carácter nacional de una cultura apuntan a despegar este rasgo de la facticidad cultural, ya que de otro modo nos veríamos obligados a aceptar lo dado como tal.6 Como lo ha señalado Eagleton, el concepto de cultura ha tendido a deconstruirse por sí mismo, en la medida en que si las luchas anticoloniales han llevado a pluralizar el concepto, reclamando la valoración de las diversas particularidades culturales, al poco de andar este camino se reparó en que realizar este movimiento diversificador y retener la carga positiva otorgada a las particularidades, no son siempre compatibles. (Ver Eagleton, 2001, pp. 30-31).
De acuerdo al concepto de cultura nacional así caracterizado, Agoglia puede emprender una tarea diagnóstica acerca de su propia situación histórica (la de los latinoamericanos de fines de los setenta y comienzos de los ochenta del siglo XX) y del rol de la reflexión filosófica en la misma. A la pregunta crucial sobre si tenemos una genuina cultura nacional, Agoglia responde, tácitamente, que poseemos una particularidad cultural y, de manera explícita y enfática, que en vistas de nuestra situación de dependencia y carencia de soberanía, no poseemos una cultura nacional. En consecuencia, indica Agoglia: “…el concepto de cultura nacional –sobre todo en América Latina- cuestiona nuestra supuesta cultura y, adoptando un criterio contrafáctico, reclama la cultura que debe ser” (Agoglia, 1979c, p. 31).
La crítica nacida del concepto de cultura nacional posee, de acuerdo a Agoglia, un rasgo que la distingue de otras formas de conciencia crítica, lo que nos remite al otro ingrediente constitutivo de la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la crítica: el de su eficacia. Si bien se reconoce que la conciencia cultural crítica es un rasgo constitutivo de cualquier cultura, “[una] parte inherente de su realidad y de su desenvolvimiento histórico –el fecundo antagonismo que las mantiene vivas y que se traduce, según Marcuse, en la capacidad de réplica del hombre en cualquier sistema establecido.” (1979c, p. 26), Agoglia entiende que la contraposición con la facticidad que se deriva de la noción de cultura nacional posee características peculiares. Así, a diferencia de la conciencia cultural crítica, que se ubica en el nivel de la relación entre el agente cultural individual y la cultura objetiva (ver Agoglia, 1979c, p. 31), la crítica realizada en términos de la cultura nacional se efectúa a nivel de la conciencia socio-histórica. Con esto reencontramos, naturalmente, a la noción de razón histórica de la que nos ocupamos en la primera parte de nuestro escrito. En consecuencia, por un lado, como lo expresa el propio Agoglia:
…el cuestionamiento que implica la idea y el reclamo de una cultura nacional, instaura una dialéctica práctica, (socio-política), es decir, una relación de negación entre la conciencia histórica –que esclarece nuestro presente efectivo– y esa misma cultura objetiva considerada por ella como no genuina, como alienada e ideológica, en tanto procede de nuestra situación de dominados y la encubre bajo la apariencia de una cultura original con pleno consenso en el cuerpo social. (1979c, p. 31)
Y por el otro, a diferencia de la conciencia cultural crítica, la conciencia socio-histórica hace pie en representaciones colectivas o comunes, tal como queda en claro en la siguiente declaración:
…la conciencia de nuestra alienación cultural es una conciencia cultural trascendental (la condición de posibilidad de liberación); conciencia que es histórica porque desoculta tal situación y exhibe –en nuestro caso- la irrealidad, o la pérdida, de nuestra independencia política, supuestamente lograda en las primeras décadas del siglo XIX. Y la liberación por su parte, la condición política para la elaboración de nuestra cultura propia, es decir, la condición cultural ontológica, la condición real y esencial, de nuestra auténtica cultura. (1979c, p. 31)
El criterio contrafáctico derivado de la noción de cultura nacional con el cual Agoglia busca confrontar la facticidad histórica se enraíza sin embargo en la facticidad histórica. Este elemento pretende guardar con la cultura nacional la misma relación que la forma nacional del derecho guarda con la sustancia ética nacional a la que le da expresión. Sólo que, si en el caso hegeliano ambas formas son concebidas en su positividad –la positividad de la sustancia ética gana expresión en la positividad de la forma nacional del derecho- para Agoglia, en cambio, se trata de registrar los vacíos, los huecos, y esto es lo que permite constituir a la reflexión sobre la cultura nacional como reclamo. No otra cosa cabía esperar en rigor de la razón histórica, ya que su elucidación del ser de la historia deja en claro que la facticidad histórica relevante es menos del orden del dato que del orden de las aspiraciones. En consecuencia, la ostensible inversión del romanticismo que implica la fórmula de la cultura nacional como reclamo, supone entonces el cuestionamiento de la razón teórica que ya expusimos al considerar el desarrollo de la noción de una razón histórica.7
Permítaseme citar aquí un breve fragmento de un texto de Claus Offe, quien acometió la tarea de “establecer un patrón crítico para determinar la selectividad del sistema político y, de este modo, soslayar las dificultades complementarias que ofrecen los procedimientos de la teoría de los sistemas y del conductismo, incapaces de conceptualizar los no-acontecimientos de pretensiones y necesidades reprimidas, es decir, latentes.”8 El problema planteado por Offe nos permite destacar, por medio de la analogía y la diferencia, la tarea que se da a sí misma la razón histórica. Por analogía, ya que la razón histórica intenta pensar los no acontecimientos, las necesidades reprimidas, y por diferencia, en la medida en que dicha conceptualización no se tramita de manera universalista y formal, a través de la formulación de un patrón crítico, sino a través del acento en el factum histórico de nuestra dependencia, en particular en el hecho de que ésta ha sido pensada como, y tenida por, independencia. En consecuencia:
…no ha de bastarle a la filosofía, si quiere desempeñar ese papel práctico decisivo, protestar que no pertenecemos a la objetividad cultural dada, que ella no es nuestra cultura, sino que debe desentrañar y proporcionarnos el fundamento y el porqué de esa no pertenencia y, consiguientemente, de nuestra situación histórica deficitaria. (Agoglia, 1979c, p. 32)
Este marco da pie a la consideración diagnóstica según la cual, puesto que no poseemos aún una cultura nacional genuina, no puede haber tampoco filosofía, literatura, arte, genuinamente nacionales, en otros términos, porque aún no somos libres, no podemos pretender, en particular, desarrollar una filosofía nacional. Sin embargo, Agoglia considera que ello no implica una vacancia de tareas para la filosofía, y lo mismo vale para las artes, ya que la misma puede constituirse como filosofía nacional instrumentalmente, revelando nuestra dependencia.9 Más aún, el modo en el que la filosofía puede ser de la mejor manera instrumentalmente nacional es como filosofía de la historia. Por ello sostiene Agoglia que:
Para que [la filosofía] sea saber eficaz y mueva efectivamente nuestra voluntad, debe suministrar una idea concreta y profunda de nuestra situación, para hacerla flagrante, elevarla, como diría Hegel, al concepto, lo cual significa que debe constituirse como una reflexión crítica sobre nuestra historia. (Agoglia, 1979c, p. 31)10
Reflexiones finales
En el comienzo de nuestro trabajo expusimos los problemas suscitados por el horizonte de la razón histórica, para encontrarnos, hacia el final de nuestro estudio, con el problema de la cultura nacional. En la medida en que nuestro trayecto no presente demasiados saltos abruptos, puede decirse que hemos cumplido con nuestro cometido. El concepto de cultura nacional con el que nos hemos enfrentado ha sido caracterizado de una manera (como reclamo) que no hubiera sido posible sin el desafío mayúsculo a la idea de razón representado por la propuesta de la razón histórica, uno de cuyos rasgos más destacados es desentenderse del registro de positividades que domina a la teoría (razón) tradicional. En consecuencia, la noción de cultura nacional aparece junto a la de razón histórica, en el cuadro de un intento de legitimación de la crítica.
Son muchas, sin duda, las cuestiones que han quedado fuera de consideración. Por una parte hubiera merecido un tratamiento más detallado la profunda intuición de acuerdo a la cual el ser ético, siendo siempre sustancia, debe contener asimismo una voluntad de autodeterminación, nada menos que para poder ser sustancia. Profunda intuición porque, en la tal vez incontestable afirmación de que la realidad ética tiene una localización preponderantemente irreflexiva y sentimental, se destacan, vistos desde otro ángulo, algunos rasgos de ésta que tal vez nos permitan comprender mejor en qué medida, y en qué sentido, la comprensión ética misma es permeable a la deliberación y a la argumentación.
Por otra parte, hay algunas cuestiones que surgen en el entronque entre la caracterización de la cultura nacional como reclamo y la razón histórica. La articulación de estas dos nociones presenta una interesante vía para tratar el problema que se plantea en torno a la noción de ideología, o de las condiciones de posibilidad de la crítica social. En principio, la propuesta de una razón histórica, que nos da un marco para pensar la relatividad del saber histórico diferente a la modalidad del ideal resignado, que es la que el conocimiento teórico usa cuando se reconoce a sí mismo como relativo, ofrece una vía promisoria para el abordaje de dicho problema. La noción de una razón histórica, según hemos visto, contiene una deconstrucción de la oposición absoluta entre hecho y valor. En consecuencia, la razón histórica, al ser constitutivamente valorativa, se cierra a sí misma una vía por la cual podría presentarse como falsa conciencia: la de sustraerse al escrutinio crítico por creerse neutral en relación a valoraciones, o dicho de manera más sencilla, una razón histórica no puede presentarse como “una representación de la realidad tal cual es”.
Aquí el planteo de Agoglia enfrenta la dificultad que presenta la posibilidad, inherente a la razón histórica, de ofrecer múltiples articulaciones de la relación pasado-presente-futuro a través de la construcción de múltiples relatos históricos. En relación con esta cuestión cabe distinguir dos perspectivas: la perspectiva más clásica de legitimaciones autocontenidas –falta de interés, unanimidad o intersubjetividad racional-, y la que surge de la apoyatura en la noción de cultura nacional, que abre una senda nueva para la legitimación de la crítica, ya que ésta no está en condiciones de ofrecer un criterio que arbitre la decisión, sino sólo argumentos. En este punto Agoglia se aproxima a nuestro entender la caracterización de la razón práctica aristotélica, al reconocer que la conciencia histórica, que debe constituirse como reflexión sobre la historia, tiene que ser un pensar capaz de discernir, no sólo los hechos, sino también su articulación diacrónica y el sentido del proceso en el que se insertan:
En síntesis el tiempo le enseña a la razón histórica a justipreciar y valorar el pasado y el presente en función del futuro. (…) Y le enseña también a no tomar por presente verdadero lo meramente dado, a no aceptar la situación de hecho por su simple facticidad, sino a producir o crear el presente que debe ser y, por consiguiente, a cuestionar la realidad, exigiéndole su razón de ser, sin pretender sustituirla con programaciones arbitrarias y excesivas, porque lo histórico es, en este contexto, los susceptible de advenir. (1980, p. 128)
Proceso que, en la medida en que “…aleja a la razón de toda ilusión, retrospectiva o prospectiva y a la libertad de toda ilusión de absolutidad” (1980, p. 128), acaba haciendo de la razón histórica una especie de phronesis.
La vía de legitimación de la crítica discernida a través del replanteo de la noción de cultura nacional confluye en el planteo de algunas cuestiones vinculadas con la epistemología propia de la razón histórica, y de la noción de verdad que corresponde a la misma (ver Lasala, 1987). El punto requeriría un mayor desarrollo en los propios textos de Agoglia, y no disponemos aquí ya de espacio para el tratamiento sistemático de las sugerencias efectivamente presentes en los mismos. Sin embargo, es tal vez útil indicar al menos dos vías en las que, en nuestra opinión, debe buscarse su tratamiento: por un lado, la razón histórica es un discurso cuya validez no es independiente de la facticidad, pero no depende de una facticidad dada previamente, sino de una por venir, esto es, su validez depende de su eficacia. En este sentido, la razón histórica quiere ser más que abstracto utopismo; de ahí que elabore la situación a partir del presente, buscando el pasado del mismo que nos permita pasar al futuro que anida el momento actual.11 Por otra parte, en el tratamiento de los esbozos de una razón histórica en el pensamiento judío podemos encontrar algunas sugerencias para el desarrollo teórico de esta cuestión, en tanto la verdad es pensada como cumplimiento y localizada en un plano existencial (ver Agoglia, 1968, p. 291).
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Notas
Recepción: 23 Julio 2023
Aprobación: 22 Agosto 2023
Publicación: 1 Junio 2024