Revista de Filosofía (La Plata), vol. 52, núm. 2, e053, diciembre 2022 - mayo 2023. ISSN 2953-3392
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Investigaciones en Filosofía IdIHCS (UNLP - CONICET), Departamento de Filosofía y Doctorado en Filosofía

Dosier: Arte, ciencia y tecnología.
Creatividad, innovación y transformación

Condición humana, transformación y tecnología. El legado de John Dewey

Cristina Di Gregori

Centro de Investigaciones de Filosofía, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP - CONICET), Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Ana Rosa Pérez Ransanz

Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México, México
Cita sugerida: Di Gregori, C. y Pérez Ransanz, A. R. (2022). Condición humana, transformación y tecnología. El legado de John Dewey. Revista de Filosofía (La Plata), 52(2), e053. https://doi.org/10.24215/29533392e053

Resumen: En este trabajo sostenemos que las consecuencias de los profundos cambios derivados del desarrollo de la ciencia y la tecnología han puesto en cuestión algunas de las concepciones más arraigadas sobre la naturaleza humana. Tras examinar algunos aportes recientes al debate sobre este tema central –provenientes del campo de la filosofía iberoamericana y de la filosofía feminista-, proponemos incorporar a la discusión ideas muy vigentes del legado de John Dewey. Nuestro autor, al cuestionar ciertos supuestos metafísicos tradicionales, invita a pensar la condición humana desde una perspectiva evolutiva e histórica, que se sustenta en su innovadora noción de experiencia como interacción mutuamente transformadora entre los seres humanos y su entorno. De aquí que, frente a toda concepción esencialista, sostenga que la condición humana es susceptible de ser modificada por la acción humana misma.

Palabras clave: Naturaleza humana, Experiencia transaccional, Ciencia, Tecnología, Transhumanismo.

Human condition, transformation, and technology. John Dewey's legacy

Abstract: In this paper, we argue that the consequences of the profound changes derived from the development of science and technology have called into question some of the most deeply rooted conceptions of human nature. After reviewing some recent contributions to the debate on this central theme –coming from the field of Ibero-American philosophy and feminist philosophy-, we propose incorporating very fruitful ideas from the legacy of John Dewey into the discussion. By questioning certain traditional metaphysical assumptions, Dewey invites us to think about the human condition from an evolutionary and historical perspective, based on his innovative notion of experience as a mutually transforming interaction between human beings and their environment. Hence, against any essentialist conception, he maintains that the human condition is capable of being modified by human action itself.

Keywords: Human nature, Transactional experience, Science, Technology, Transhumanism.

I.

Nos interesa explorar en esta oportunidad algunas cuestiones en debate acerca de la noción de condición humana. Una cuestión de genuino interés en nuestro tiempo, un tiempo en el que el desarrollo científico y tecnológico ha generado grandes cambios en la vida misma y pretende realizar, como en el caso de las posiciones transhumanistas, transformaciones radicales sobre dicha condición. El interés en estos asuntos, sin duda, es de carácter científico y académico, aunque también, y, sobre todo, de carácter práctico, ya que sus consecuencias afectarían a todo habitante del planeta.

Si bien los aportes y discusiones en el ámbito de la filosofía reciente son más que abundantes respecto del tema, nos referiremos en primer lugar a algunos de los aportes realizados por filósofos iberoamericanos que se han interesado con especial énfasis en las cuestiones en torno a la condición humana. Sin desconocer que la historia de la filosofía muestra que el tema ha sido siempre de interés filosófico, a veces de forma directa, otras no tanto, trataremos de mostrar la relevancia que este ha adquirido en nuestros días, especialmente en el medio hispanohablante.

En segundo lugar, reflexionaremos sobre la perspectiva de John Dewey en relación con nuestra temática. El filósofo pragmatista, como veremos, pone en cuestión los presupuestos de carácter metafísico o teológico que han sobrevivido en el contexto de las concepciones filosóficas acerca de la condición humana en la filosofía occidental. Desde su perspectiva pragmatista, propone entender la vida humana en términos transformacionales. Sostiene, para empezar, que el mundo vital humano es “un teatro de mil riesgos [y] es inestable, extrañamente inestable” (Dewey, 1948, p. 37), un mundo en el cual la necesidad y también los deseos son exponentes de nuestro ser natural, y en el que la naturaleza misma es turbulenta, apasionada, melancólica y patética; de lo contrario, la existencia de deseos sería un milagro. En este contexto, los humanos han tenido que proveerse de seguridad y bienestar, y lo han intentado de diferentes modos. Uno de ellos consistió en apelar a los ritos, la súplica, el sacrificio y el culto mágico; al no poder controlar ni dominar las fuerzas que afectaban su destino, pretendían congraciarse o aliarse con ellas y, por esta vía, “escapar al fracaso y triunfar en medio de la destrucción”. El otro camino consistió en el desarrollo de las artes, con las cuales se modifica el mundo mediante la acción, el hacer y el producir; esto es, mediante la praxis. Gracias a la acción, dirá Dewey: [El ser humano] construye albergues, teje vestidos, convierte al fuego en amigo suyo y va desarrollando las complicadas artes de la vida en sociedad. (Dewey, 1952, p. 3)

Sin embargo, señala nuestro autor, el profundo impacto de la capacidad humana de transformar e innovar, mediante la interacción (o acción transaccional) entre el ser humano y su entorno, no fue tomado muy en serio para afrontar ciertas cuestiones centrales. A pesar de que las artes –la acción productiva, útil e innovadora– constituyen el motor para transformar el escenario de la vida, no fueron lo suficientemente consideradas, objeta Dewey, y esto porque el ser humano desea “la certeza perfecta”. A Dewey le preocupaba el problema del cambio, en especial de los cambios profundos que afectan al mundo de la vida humana, aquellos que involucran lo cultural y lo material, y que están siempre ligados a nuestras necesidades, deseos, creencias, intereses, fines y valores. Los cambios de gran calado, entendidos transaccionalmente,1 son parte constitutiva de la vida humana y orientan los cambios subsecuentes.2

La importancia neta de este tipo de situaciones de cambio, especialmente en tiempos de crisis, reside entonces en que impactan hasta en los aspectos más cotidianos de nuestra existencia, e incluso en nuestra actitud vital. En suma, tienen consecuencias prácticas de amplio alcance, consideración que llevó a Dewey a revisar y poner en cuestión ciertas características del quehacer filosófico mismo. Así, objetaba el carácter insular que había adquirido la filosofía, en especial la filosofía academicista, con su consecuente descuido del tratamiento de temas vitales y urgentes. Dicho aislamiento había alejado a la filosofía de los avances, novedades y retos planteados, por ejemplo, por las disciplinas científicas, tanto sociales como naturales, excluyendo así de su campo de interés un ámbito de saberes con genuina relevancia y gran impacto en la vida humana.

Además, le preocupaba que mientras el conocimiento científico seguía avanzando, tanto como sus aplicaciones por medio de las invenciones y las artes tecnológicas, la filosofía permaneciera atada a ciertos compromisos teóricos, a ciertos supuestos enquistados, que le impedían ocuparse del profundo impacto de los cambios y transformaciones que, en buena medida, son responsables de la crisis intelectual de su propio tiempo; una crisis de tal magnitud que –como en otras oportunidades históricas– convocó a reflexionar nuevamente sobre la delicada y controvertida cuestión de la condición humana.

Sin duda, se puede afirmar que nuestro tiempo registra preocupaciones similares, o quizás aún más graves, a la luz de las insospechadas posibilidades de cambios visualizadas por las actuales tecnociencias. De aquí que nuestra propia crisis nos lleve a preguntarnos, una vez más, por la condición humana, a reflexionar acerca de qué somos los seres humanos y en qué podríamos o querríamos convertirnos. A nuestro juicio, el enorme legado de Dewey tiene mucho que aportar a la reflexión actual.

II.

Al hablar de nuestras preocupaciones, cabe comenzar diciendo que es creciente el número de científicos, intelectuales, integrantes de organizaciones sociales, académicas, políticas, etc., que nos advierten sobre ciertas transformaciones radicales, incluso irreversibles, algunas ya en curso, potenciales otras, deseables algunas y otras no tanto, presentes en el mundo actual. Estos cambios refieren a los avances tecnológicos y su incidencia en todo lo vivo, especialmente en lo humano. Tal es el caso de las llamadas tecnociencias (nanociencia, nanotecnología, biotecnología y ciencias de la vida), las tecnologías de la información y de la comunicación, la inteligencia artificial y la robótica, y sus consecuencias. Se incluyen también las serias preocupaciones por las consecuencias para nuestro planeta, en términos ecológicos y ambientales, económicos, entre otros. La lista es larga.

Un caso particularmente preocupante lo representan las propuestas denominadas transhumanistas,3 las cuales sostienen que las consecuencias derivadas de dicha posición sugieren que ya no estamos en el marco de una concepción esencialista de la naturaleza humana, sino en un proceso de intervención, de transformación radical del ser humano. Ante ello, algunos autores consideran que el human enhancement o mejoramiento humano representaría el intento, en muchos sentidos indeseable, de sobrepasar los límites naturales del ser humano mismo. Así, por ejemplo, Alfredo Marcos y Moisés Pérez Marcos realizan un análisis crítico en su Meditación de la naturaleza humana (2018), sosteniendo que la mejora que ofrecen “sólo tiene sentido y es evaluable sobre el trasfondo de la propia naturaleza humana”. Estos autores, según entendemos, defienden la idea de que la legitimidad y profundidad de los cambios de corte transhumanista requieren del compromiso con aquello que podamos aceptar que sea la condición humana; compromiso filosófico nada menor y nada sencillo de elucidar, como muestran a lo largo de su libro. Así, sostienen:

Uno de los problemas básicos que se ha presentado en este tipo de proyectos de investigación consiste precisamente en definir qué es un ser humano y qué podría contar como una mejora del mismo. Ambas cuestiones están muy relacionadas, y en la medida en que modifiquemos drásticamente la naturaleza humana mediante la intervención técnica, difícilmente podremos saber ya qué es mejor y qué es peor. Ni en las prácticas de cultivo ni en las de terapia se prescindía del concepto de naturaleza humana. De hecho, como hemos visto, se apoyan en él. Una práctica tecnológica que pretende ir más allá de la naturaleza humana destruye de paso los criterios de valoración. (Marcos y Pérez Marcos, 2018, p. 29)

Si bien estamos de acuerdo con estos autores en que necesitamos alguna concepción de la naturaleza humana como parámetro o punto de partida para evaluar qué cuenta como una mejora del ser humano, sin embargo, creemos que dicha concepción no tiene que ser necesariamente de carácter esencial o inmutable. En este sentido, conviene traer a colación la posición de Antonio Diéguez, la cual –como sostendremos más adelante- se inscribiría en la perspectiva abierta por Dewey.

En su libro Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano (2017), Diéguez nos recuerda el valor analítico de la filosofía de la técnica de Ortega y Gasset, y coincidiendo con ella sostiene que sería posible ofrecer una respuesta al transhumanismo sin recurrir a un concepto esencialista de naturaleza humana. Formula así un diagnóstico según el cual la crisis de los deseos –el no saber qué desear, la desorientación en los fines– sería uno de los síntomas más peligrosos de la situación a la que nos ha conducido la hipertrofia de la técnica. Propone entonces que, cuando se trata de cambios radicales propiciados por la técnica, resulta necesario preguntarnos “en qué sentido podrán realmente transformarnos”, o bien, por qué deseamos esas transformaciones y con base en qué razones se intenta convencernos de la superioridad de sus beneficios por sobre los costos. Diéguez no deja de considerar que estos planteamientos incluyen cuestiones subyacentes relativas a la concepción del ser humano. En esa línea, se declara no esencialista. Y a continuación vincula toda posible concepción de la condición humana a “la visión de su historia, de su cuerpo y de su relación con el mundo”, agregando algunas observaciones a esta afirmación:

Estas cuestiones son importantes porque pueden servir para poner de manifiesto algunos de los prejuicios desde los que se planifica, justifica y maneja en la actualidad el despliegue tecnológico, al que quiere darse a toda costa categoría de inevitable y autónomo. Y para esto no hace falta reivindicar ningún concepto normativo y esencialista de la naturaleza humana. (Diéguez, 2017, p. 197)

Podemos ver entonces que la exigencia de elucidación de lo propiamente humano no implica el compromiso con una dimensión esencialista, si bien supone alguna otra caracterización, histórica y relativa, de lo específicamente humano. En pocas palabras, en nuestra lectura, el importante aporte que representa la obra de Diéguez muestra que el hecho de dar cuenta del carácter situacional del ser humano, así como de su capacidad de establecer fines y propósitos para los cambios del mundo material y cultural, es compatible con una caracterización de la condición humana de corte no esencialista. Tema este último que requiere una mayor exploración y al que nos referiremos al examinar los aportes de John Dewey. Todo esto, dentro de un marco que permite reconocer que, por esta vía, Diéguez expone varias cuestiones más que relevantes sobre los actuales procesos transformacionales de la tecnología y el conocimiento científico; por ejemplo, cuando defiende que hemos de tener una clara conciencia de la capacidad radicalmente transformadora del desarrollo tecnológico, pero sin olvidar que ni la tecnología ni la ciencia se dan a sí mismas sus fines, aunque de hecho los tengan. Supuestos sostenidos y defendidos desde distintas perspectivas filosóficas y científicas actuales.

Por otra parte, al revisar el estado de la cuestión en Iberoamérica, se destaca también el trabajo de Jorge Linares, quien, entre otras cosas, advierte que el poder tecnológico ha transformado incluso la autocomprensión del ser humano; una idea que señala un vínculo a elucidar entre los cambios que tienen lugar en el campo científico-tecnológico y las transformaciones que su impacto genera en diversos ámbitos: social, político, económico, artístico, filosófico, entre otros. En este contexto, nos invita a calar más hondo en nuestras reflexiones, al sostener que:

[…] la extensión del poder tecnológico ha transformado también la auto comprensión del ser humano (tanto de su propia naturaleza como de sus relaciones con el mundo natural), convirtiéndolo ya en el objeto principal de ese gran proyecto de transformación ontológica del mundo. […] en nuestra época deberíamos reconsiderar la habitual diferencia conceptual entre naturaleza y cultura, o bien entre lo nacido y crecido naturalmente y lo producido o hecho técnicamente; ya que, por un lado, la intervención humana ha logrado transformar muchas entidades naturales y, por otro, los sistemas creados por los humanos se han vuelto tan autónomos que parecen asimilarse a las cosas que surgen naturalmente sin nuestra intervención. (Linares 2018, p. 104)

Para cerrar esta sección, nos referiremos a la importante contribución de Donna Haraway, proveniente de la filosofía feminista. En particular, a ciertas ideas expresadas –a veces en tono irónico, pero siempre de profunda envergadura teórica y práctica- en torno a las dicotomías, o podría decirse binarismos extremos vigentes en nuestra tradición de pensamiento. Así, afirma:

A finales del siglo XX –nuestra era, un tiempo mítico-, todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en pocas palabras, somos ciborgs (…) es decir -agrega- (…) un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción. (Haraway, 1995, pp. 254 y 255).

Es interesante destacar aquí que, en cuanto a la dicotomía entre animales humanos y máquinas, nuestra autora sostiene que, filosóficamente hablando, este dualismo resultó funcional por largo tiempo ya que estructuraba el diálogo entre materialistas e idealistas. Lo cual es tan solo una muestra de supuestos que, entendemos, habrían pasado inadvertidos por cuestiones de contexto, o quizás invisibilizados por diversas conveniencias (o inconveniencias), a pesar de sus evidentes consecuencias indeseables, tanto teóricas como prácticas; asimismo, habrían servido como genuino sostén para otros numerosos compromisos de carácter dicotómico (cultura/naturaleza, hombre/mujer, civilizado/primitivo, realidad/apariencia, todo/parte, agente/recurso, constructor/constructo, activo/pasivo, mente/cuerpo, etc.).

Pero como sostiene Haraway, en el caso del dualismo animal humano/máquina, la dicotomía no preocupaba demasiado en épocas anteriores, ya que las máquinas no poseían autonomía. Se distinguían netamente de lo humano y no podían hacer otra cosa que imitarlo, esto es, no eran autónomas: "No eran un hombre, un autor de sí mismo, sino una caricatura de ese sueño reproductor masculinista" (Haraway, 1995, p. 258). En suma, sostiene que el problema para nosotros es que ya no estamos seguros de que esto sea así. Las máquinas cibernéticas han diluido la diferencia entre lo natural y lo artificial, entre el cuerpo y la mente, y otras muchas distinciones que otrora resultaron ajustadas a las distinciones entre los humanos y las máquinas. En nuestro presente, afirma, las máquinas “están inquietantemente vivas y, nosotros, aterradoramente inertes” (Haraway, 1995, p. 258).

Finalmente, cabe señalar aquí que un buen número de intelectuales provenientes del campo de la filosofía feminista han sido pioneras en tematizar una cuestión tan estrechamente integrada a la concepción filosófica de Dewey –el crítico más agudo de los dualismos- como lo es el cuestionamiento de la tesis dicotómica entre ciencia y filosofía. Un claro ejemplo al respecto está representado en los trabajos de Karen Barad (2003).4

III.

Examinaremos ahora algunas tesis centrales de John Dewey con el fin de explorar su perspectiva filosófica, claramente naturalista, sobre el tema que nos ocupa: la condición humana. En Human Nature and Conduct (1922), Dewey acude a recursos provistos por la historia y por la ciencia, en particular por la antropología, para elucidar la idea de naturaleza humana. Y emprende esta empresa advirtiendo que el asunto constituye un genuino y complejo problema, uno que además requiere de una solución urgente.

En ese contexto, sostiene que la noción de naturaleza humana ha sido formulada históricamente en torno a tres preguntas concretas. La primera intenta responder a la cuestión de si las instituciones políticas y el orden económico, por ejemplo, son estructuras del orden de lo necesario. Es decir, si la propia naturaleza humana nos muestra que ciertas formas y acuerdos sociales resultan más adecuados que otros, aquellos que estarían “condenados al fracaso”. Más allá del contenido sustancial del planteamiento, merece advertirse una cuestión metodológica que está aquí presente, pero que es propia del pragmatismo en general. En efecto, la resolución de cuestiones o problemas –ya sea en el nivel del sentido común, de la ciencia o de la filosofía- emerge siempre sobre el trasfondo de un problema particular; esto es, no se plantea desde el vacío de una duda casual o a efectos de ejercer lúdicamente -por así decirlo- nuestra capacidad de dudar.

Fiel a su propuesta, Dewey ejemplifica los términos en que el problema de la condición humana se suscita en su propio tiempo. ¿Es la guerra inevitable en orden a cuestiones propias de la pretendida naturaleza humana? Y aún más: ¿es el interés egoísta lo que guía toda contienda belicosa y, en consecuencia, es constitutivo de la condición humana? Y en términos extremos: “¿(…) cualquier intento de basar la industria en algo diferente de la guerra competitiva para la ganancia privada estaría condenado al fracaso?”. Frente a estos cuestionamientos, Dewey responde que, si bien podría pensarse que el egoísmo es un rasgo constitutivo de la condición humana, sería más difícil aceptar que sus posibles consecuencias están naturalmente ligadas a la guerra competitiva para la ganancia privada. Dicha lectura, afirma, estaría vinculada a un cierto orden social y económico que pretende ser reconocido como “natural”, pero que, de hecho, está basado en creencias, costumbres o intereses propios del tiempo y la situación en que se vive. El egoísmo puede ser constitutivo de la naturaleza humana tal como se manifiesta, pero su direccionalidad, fundada en los modelos institucionales y económicos prevalecientes, puede ser muy diversa.5

Un segundo modo en que se ha planteado el problema se plasma en la pregunta acerca de si la naturaleza humana es modificable por el esfuerzo o acciones deliberadas. En otras palabras, una cuestión tan antigua como el viejo Adán; a saber, si la condición humana es hija de la naturaleza y por lo tanto inmodificable en un sentido no trivial, o si es producto de la crianza. Se consideran también algunas variantes derivadas, como la que refiere a si es que hay algún tipo de interacción entre lo heredado y lo adquirido, y si en tal caso es la herencia o el entorno situacional el factor más potente en la determinación de la conducta humana.

La tercera pregunta -que a juicio de Dewey nuclea distintas versiones del tema en el campo de las ciencias sociales- refiere al rango de variaciones de la naturaleza humana entre individuos y grupos. Esto es, si hay algunos grupos raciales o sociales que por naturaleza son inferiores a otros debido a causas que no pueden ser alteradas. Dewey avanza en este análisis ilustrando e identificando posiciones histórico-concretas y, de algún modo, paradigmáticas que se han asumido en el pensamiento filosófico de Occidente. No nos extenderemos en el análisis de cada una; solo mencionaremos algunas de las versiones sobresalientes y los compromisos que involucran.

Dewey sostiene que, en la Antigüedad, la cuestión de la naturaleza humana se defendió en términos de “original y nativa”, instintiva, en lugar de adquirida. Uno de los problemas con esta concepción es que no logra determinar si la constitución nativa se considera común a todo ser humano o si es peculiar de ciertos individuos particulares. En reiteradas oportunidades, Dewey expresó su profundo reconocimiento a la filosofía griega, en particular al pensamiento aristotélico, puesto que frente a la tradición platónica supo reconocer tanto el valor de la práctica como el de la razón teórica del ser humano; es decir, concibió al humano como sujeto-agente y como sujeto-cognoscente. Dicha clarificación, sin embargo, no bastó para evitar ciertas inconsistencias o problemas en el campo de su concepción de la naturaleza humana. Así, por ejemplo, observa:

Para Aristóteles, la esclavitud estaba enraizada en la naturaleza humana originaria. Existen distinciones cualitativas nativas tales que algunas personas están naturalmente dotadas con el poder de planificar, dar órdenes y supervisar, y otras simplemente poseen la capacidad de obedecer y ejecutar. Por lo tanto, la esclavitud es natural e inevitable.6 (Dewey,1922, mw.14, p. 78; trad. nuestra)

Dewey explica las “limitaciones” del pensamiento aristotélico en términos de una tesis interpretativa que aplicará a lo largo del análisis de las diversas concepciones de la condición humana. A saber, que las diversas teorías propuestas muestran cierta inercia propia de los sistemas de creencias, intereses y costumbres adquiridos en cada época –los cuales suelen cuestionarse ante cambios de fondo–. El orden social y político de los tiempos de Aristóteles se había estructurado sobre la creencia de que las distinciones nativas existen, de tal manera que algunas personas están dotadas por naturaleza con el poder de planificar, ordenar y supervisar, o sea están en pleno ejercicio de las tradicionales facultades de la razón y la reflexión teórica, mientras que otras poseen simplemente la capacidad de obedecer y ejecutar. La esclavitud, en este contexto, resulta, pues, natural e inevitable. Y si bien para Dewey sería un error suponer que, dado que la esclavitud doméstica y económica ha sido legalmente abolida, la esclavitud ha desaparecido; no obstante, le importa destacar que ciertamente hemos progresado en relación con dichas posiciones, ya que ahora tenemos claro que la esclavitud es un estado social y no un producto de causas naturales. Podemos concluir entonces que una plena comprensión de los alcances y limitaciones de la concepción aristotélica exige reconocer que ésta está fuertemente ligada a creencias previas, no cuestionadas, de carácter contextual y situacional.

Por otro lado, afirma Dewey, hay quienes han identificado la naturaleza humana en términos de capacidades o facultades de la mente, posición sostenida inicialmente por Locke y que predominó a lo largo de toda la modernidad. En ella se defiende una versión de la naturaleza humana según la cual todo ser humano tiene ciertas facultades comunes y naturales, tales como la percepción, el juicio, la memoria, el deseo, etc. No obstante, dichas facultades formales exigen ser diferenciadas de lo percibido, recordado, pensado, deseado, etc.; esto es, de un contenido proveniente del mundo de la experiencia.

Estas concepciones típicas de la modernidad son la base de los persistentes supuestos dualistas, en sus distintas versiones, los cuales se comprometerían, por así decirlo, con la existencia de más de una naturaleza correspondiente al ser humano. En el dualismo, lo “psicológico” se define por contraposición a lo físico o material; vale decir, hay un contenido que proviene necesariamente de fuentes externas a la naturaleza universal humana; esto es, provienen de otra naturaleza (según las distintas versiones, de la naturaleza física y/o de la vida social). Estas posiciones y todas sus variantes, tanto de corte racionalista como empirista, generan diversas formas de tesis dualistas. Una de ellas sostiene la neta diferencia entre la naturaleza humana (racional, cultural, social, afectiva, etc.) y la naturaleza material; formulación que registra una larga y persistente tradición, tan persistente que aún nos afecta, en especial en el campo de las ciencias sociales y humanas. Esta tesis dualista, de consecuencias nefastas, suele circular como un saber de “sentido común”.

La crítica de Dewey a estas posiciones apunta a mostrar que en la producción de creencias que califican como conocimiento se han adoptado como punto de partida, prejuicios, convicciones previas, costumbres, intereses vinculados al poder, credos, etc. En tono crítico y situado, señala que con frecuencia se “sancionaban ideas que habían alcanzado aceptación general sin que tuviesen a favor prueba alguna”. Y desde esta perspectiva, su crítica alcanza también al conocimiento en el plano de las ciencias sociales y de la investigación filosófica. El eje de su objeción apunta a mostrar que los revolucionarios avances realizados en el campo de las ciencias naturales a partir de la modernidad, campo donde se desarrolló la investigación metódica, escrupulosa y responsable, no resultaron bienvenidos en el ámbito de las ciencias sociales y humanas, cuyos estudios permanecían atados a presupuestos metafísicos de carácter absoluto, herederos en buena medida de compromisos teológicos medievales, si bien para entonces formulados de manera secular. Y esto ocurrió a pesar de que, como lo habrían mostrado las ciencias naturales, “la pérdida de las verdades eternas se vio sobradamente compensada con el acceso a las diarias realidades”.

Por último, cabe mencionar una concepción dualista de la naturaleza humana, muy distinta de las antes referidas. Se trata de aquella que Dewey califica como una “concepción vacía”, la cual sería atribuible, por ejemplo, a Condillac y Helvetius. Según Dewey, se trata de una concepción vacía en tanto considera lo humano como algo susceptible de ser totalmente moldeado por influencias externas, influencias que, para Condillac y Helvetius, podrían afectar incluso a las propias facultades de la mente. De esta manera, la educación y el medio ambiente devendrían todopoderosos a efectos de la determinación de la condición humana misma. Esta posición, sostiene Dewey, tiene consecuencias prácticas inaceptables y carentes de sustento, entre otras cuestiones porque, por ejemplo, habilitan la idea según la cual los hombres corruptos, que solo buscan su poder y beneficio, lo son exclusivamente porque las instituciones los han formado de tal manera.

Para cerrar esta primera parte, diremos que de los muchos problemas que plantea el sostener una concepción dualista de la naturaleza humana, en cualquiera de los formatos binarios mencionados, retomaremos la cuestión de cómo determinar cuánto habrá de una parte y cuánto de otra en la constitución de lo propiamente humano, lo cual nos sitúa en una suerte de callejón sin salida. Por otro lado, rebatiremos la afirmación de que la reflexión sobre la condición humana carece de todo sustento o punto de partida, con miras a mostrar la pertinencia, relevancia y alcance de esta reflexión.

IV.

Para Dewey, la cuestión central y más interesante del problema que venimos tratando no es otra cosa que “(…) un ejemplo de la controversia tan antigua como Aristóteles sobre si la 'naturaleza' debe definirse en términos de origen o de desarrollo completo, es decir, de 'fines'.”7 (Dewey, 1969b, lw.6, p. 31; trad. nuestra)

En el análisis de Dewey, suponer que existe una constitución humana original y nativa, que a su vez nos permite distinguir lo adquirido o aprendido, no puede justificarse con base en hechos. El propósito es estimable, pero bajo ciertas condiciones. Desde su perspectiva, la finalidad buscada solo puede ser efectiva en el caso de que estemos averiguando qué puede decirse acerca de la naturaleza humana en un momento histórico determinado, lo cual implica proceder con un corte transversal y sincrónico, una suerte de fotografía de la situación, algo que resultaría útil siempre que no perdamos de vista que el cambio y las transformaciones sucesivas de la vida humana, material y social, ocurren a lo largo de un proceso extenso y continuo. Si aceptamos que tanto biológica como culturalmente todo crecimiento es modificación, entonces la idea de un equipamiento humano fijo no pasa de ser un conveniente recurso analítico para estudiar un periodo particular de desarrollo. Por otro lado, distinguir entre lo original y nativo (innato en sentido fuerte) y lo adquirido, cuando el lapso a estudiar es notablemente extenso, no tiene sentido. Lo adquirido, dice Dewey:

puede llegar a estar tan profundamente arraigado como para ser nativo a todos los efectos, un hecho reconocido en el sentido común en términos de que el hábito es una segunda naturaleza.8 (Dewey, 1969b, lw.6, p. 32; trad. nuestra).

Si quisiéramos abordar nuestro propio desarrollo y crecimiento, deberíamos comenzar desde el momento de nuestro nacimiento. Pero si lo que tenemos en mente es algo relevante desde una perspectiva más amplia, es decir, si lo que tenemos en mente es el control del cambio y la transformación de un futuro común, pensando a partir de los problemas del presente, deberíamos comenzar con lo que existe en el tiempo que vivimos. Los órganos existentes, los impulsos, las tendencias instintivas, etc., son lo que hay, lo que existe y constituye el recurso y el capital sobre el cual construir, transformar o direccionar nuestro futuro. Pero si esta es la perspectiva, debemos reconocer entonces que también hay otras cuestiones que necesitan ser identificadas como parte de nuestro bagaje original y nativo. Debemos incluir, por ejemplo, la tendencia a aprender y por tanto a modificar y ser modificados (algo muy obvio, dice Dewey, para que requiera mayor elucidación).

Como hemos señalado, Dewey se aleja de una concepción esencialista en términos de alguna estructura fija e inmutable, intrínseca a la condición humana, pero también se aleja de las propuestas dualistas y dicotómicas. Asumir la dicotomía naturaleza/cultura, en la que las condiciones fijas se establecen del lado de lo natural, al mismo tiempo que se asume la capacidad transformadora del ámbito cultural, claramente colisiona con el intento de defender la transformación que también sufre y ha sufrido el componente natural, tanto como resultado del mismo proceso evolutivo como de la acción ejercida por la especie humana. De aquí que la cuestión de la naturaleza humana se plantee, siempre, sobre el trasfondo de una situación espacio-temporal específica, que suele ser una situación de crisis, en la cual lo que se busca prioritariamente es realizar proyecciones futuras con base en la idea que en ese contexto espacio-temporal se tiene sobre la condición humana.

Dewey estaba convencido de que, si los efectos o consecuencias de esas transformaciones impactan en el campo de la práctica social, suelen también impactar en la esfera del pensamiento organizado (teorías sociales, filosóficas, psicológicas, antropológicas, políticas, etc.). Como ejemplo, nos recuerda la revalorización de las ideas de necesidad y deseo que se hizo en el contexto de diversas teorías contemporáneas. En efecto, si en la Antigua Grecia el deseo y la necesidad eran un signo de defecto que debía ser controlado, dado que su reivindicación podía causar desorden social y moral, a partir de la revolución industrial se ha sostenido una idea opuesta. Ahora se considera que

la teoría de la revolución industrial ha sostenido, en general, que las necesidades y deseos [wants] son los motores del progreso social, la fuerza dinámica en la creación de iniciativas, invención, producción de riqueza y nuevas formas de satisfacción.9 (Dewey, 1969b, lw.6, p. 37; trad. nuestra)

En definitiva, desconocer los profundos cambios y sus consecuencias tal como acontecen en el mundo presente es una conducta de alto riesgo; suceden cosas que nos afectan y no encontramos el camino para dar cuenta de ellas. Los cambios ocurren más allá de la supuesta existencia de principios que se declaran fijos, inmutables y absolutos, los cuales, por su mismo carácter, obstaculizan su cuestionamiento; y el mismo efecto tienen las creencias que se defienden por su origen sobrenatural. De aquí que el movimiento pragmatista promueva el ejercicio de la reflexión deliberada y colectiva, contextual y situada, sobre dichos asuntos, reconociendo el trasfondo transaccional; esto es, el carácter activo y mutuamente transformador entre los seres humanos y su entorno material.

Así, en el mejor espíritu naturalista, Dewey propone apelar a los resultados de las ciencias de nuestro tiempo, tanto como extender el método de indagación (inquiry) al campo de las ciencias sociales y humanas. Todo esto en un contexto teórico-filosófico específico, en el que sostiene que el conocimiento de la realidad se logra mediante procesos de carácter práctico, de una indagación planeada y orientada a la solución de problemas concretos; propuesta que se basa en su rica y compleja teoría de la experiencia humana, formulada en términos de una idea de la acción de carácter transaccional. Así, la investigación es una práctica transformadora, creativa en mayor o menor medida, que ha puesto en cuestión el enquistado supuesto filosófico de la realidad como algo “ya hecho”, fijo y estable. Todo lo existente está en un constante proceso de transformación, y la actividad de investigación incide a su vez en dicho proceso. Por tanto, el conocimiento, lejos de ser una fiel descripción de estados de cosas preexistentes, es resultado de una actividad que interviene, manipula y modifica el mundo que se conoce.

De aquí que la teoría de Dewey sobre la indagación científica, vinculada a su reflexión sobre la naturaleza humana, haya contribuido a reforzar su crítica a la insularidad que ha caracterizado a la filosofía (la filosofía para filósofos), así como su exhortación a que esta se ocupe de los temas y problemas de su momento histórico, tomando en cuenta los resultados de la investigación en las diversas ciencias. Todo lo cual deja en claro su propuesta de naturalización de la filosofía, su afán de alejarla de la mera especulación y las abstracciones vacías, y anclarla en los conocimientos resultantes de nuestra interacción con los hechos; esto es, en los resultados de la indagación científica.

Así, por lo que toca a la reflexión filosófica sobre la condición humana, Dewey insiste en que no podemos ignorar que tanto la investigación psicológica como la biológica han hecho aportes significativos sobre el equipamiento innato del ser humano, al estudiar concreta y experimentalmente los procesos estructurales de nuestra conducta en sus diversas etapas de crecimiento y transformación. Tampoco podemos ignorar los aportes de la antropología, puesto que ella ha mostrado que la reconocida diversidad de culturas e instituciones que existen y han existido es producto de los variados tipos de interacción humana con el entorno natural y social.10 Los ejemplos para nuestro propio tiempo podrían multiplicarse al incluir los resultados de los estudios de la ecología, los estudios de género, los genéticos, los relativos al orden económico y social, etc.

En este marco esquemáticamente presentado, cabe ahora preguntarse si, desde la perspectiva de Dewey, la naturaleza humana cambia. Nuestro autor sostiene que ocurren cambios en las creencias y en las correspondientes acciones humanas y sus consecuencias. Sin embargo, también reconoce la necesidad de admitir que, en algún sentido, la naturaleza humana no cambia.11 Existen ciertas necesidades, como alimentarse, beber, resguardarse y movilizarse, sin las cuales no podemos imaginar la posibilidad de subsistencia de los seres humanos -y no hay manera de mostrar que alguna vez haya sido diferente o lo sea en el futuro-. El asunto es que también existen otras características humanas que resultan tan naturales como las anteriores, con lo cual se refiere a la necesidad de vivir en comunidad, de hacer uso de un lenguaje, de expresarse artísticamente, de compartir y emular a los compañeros, de liderar y seguir, de comprometerse con valores, etc. Todas estas cuestiones, y muchas otras, son genuinas tendencias humanas, constitutivas de su condición. Sin embargo, por lo común -subraya Dewey- nos equivocamos en las inferencias que hacemos a partir de reconocer el hecho de que hay algo no mudable en la estructura de la naturaleza humana. Esto es, no advertimos la enorme variedad existente en la forma de satisfacer dichas necesidades básicas. Suponemos que la forma a la que nos hemos habituado es tan natural como lo son las tendencias consideradas naturales, propias de lo humano. Por ejemplo, no consideramos que existan diferencias significativas en aquellas vinculadas al tipo de alimento que consumimos, por lo cual no tenemos en cuenta que han existido comunidades para las cuales comer carne humana era natural, tan natural como antinatural resulta para nosotros. En nuestra historia encontramos clara evidencia de la diversidad de actitudes, creencias y valores, y de sus correspondientes consecuencias prácticas. Queda claro entonces que, al afirmar el carácter natural de la esclavitud, Aristóteles hablaba en nombre de todo un orden social, pero es innegable que esa convicción tuvo consecuencias prácticas vitales para muchos seres humanos; esclavos y mujeres permanecieron excluidos de la natural condición racional propia de lo humano. Por supuesto que han tenido lugar avances al respecto, fruto de profundas transformaciones. Sin embargo, aún tenemos numerosas deudas al respecto.

Pero volviendo al presente, como argumentamos al examinar las propuestas transhumanistas, es innegable que la comunidad humana se enfrenta a cambios radicales de lo propiamente humano, transformaciones que se postulan como mejoras a las condiciones de vida existentes, que son posibilitadas por las innovadoras y potentes tecnologías. Sin embargo, el aferrarse a posiciones cerradas, conservadoras o negadoras no solo no resuelve el problema, sino que el hecho de no enfrentarlo bloquea el camino hacia un análisis crítico que nos proporcione recursos para defendernos de las transformaciones que evaluemos como no deseables.

Reflexiones finales

Los múltiples desarrollos tecnológicos y las transformaciones que –ya consolidadas o existentes como promesas- han conducido a la formulación de posturas utópicas, o incluso distópicas, en los diversos ámbitos de la cultura y de la ciudadanía en general son claros síntomas del estado de crisis y preocupación actual. En este contexto, volver a pensar en el problema vital de la condición humana no resulta ocioso ni inútil, por difícil que resulte su análisis.

Como vimos, una de las preocupaciones constantes de Dewey se refiere a aquellos compromisos con supuestos profundamente arraigados de la filosofía que le impiden abocarse a los asuntos más acuciantes de la vida. Por ello, el vincular sus ideas a ciertas reflexiones filosóficas recientes permite destacar su gran vigencia, así como el carácter crítico y propositivo de su legado.

Si bien, como dijimos, Dewey no defiende tesis esencialistas en el sentido de ideas a-priori o de carácter metafísico-especulativo, y menos aún de carácter sobrenatural, en cierto sentido coincide con lo que sostiene Alfredo Marcos cuando, comentando a Diéguez y en tono interrogativo, señala:

Como se ve, una y otra vez, se apela a lo humano como algo deseable, como un límite, como un criterio, como una norma para las intervenciones técnicas. Si se hace así es porque uno posee una cierta idea de lo que es un ser humano y, además, porque uno usa esa idea como criterio y guía. ¿No se puede llamar a esta idea naturaleza humana?, ¿no incorpora ya una cierta carga normativa? Obviamente, al genuino transhumanista poco le importa quedarse más allá o más acá de lo humano, poco le importa disolverlo por completo; lo humano no le sirve de criterio. Pero a Diéguez, y también a Ortega, sí. ¿Cómo podría ser así sin una idea, normativa, por cierto, de lo que es un ser humano? (Ortega, 2004-2010, III, 488). (Marcos 2018, p. 119).

En efecto, el tratar de dar una respuesta al problema de la cuestión humana nos exige asumir algún punto de partida claro, alguna idea acerca de qué es la condición humana, idea que, como argumentó Dewey, nos es dada en el contexto de cada investigación. De aquí que nuestro autor bien podría haber dicho que todo problema surge sobre un trasfondo incuestionado pero cuestionable. Y dado el carácter transformador de la producción de conocimiento, la idea de la que se parte, tarde o temprano, resultará modificada. Pero existen límites, sostiene Dewey, y ellos se derivan del contexto mismo en el que se plantea el problema. Así, podemos ver que, justo en la línea que trazara Dewey, Diéguez afirma que la elucidación de lo propiamente humano no implica el compromiso con alguna dimensión esencialista, aunque ciertamente supone alguna caracterización, si bien histórica y relativa, de lo específicamente humano.

También resulta pertinente señalar, como afirma Diéguez, que el mejoramiento humano a través de la técnica no es un asunto novedoso. Tales procesos de transformación nos han acompañado desde siempre. Una tesis que Dewey suscribiría enfáticamente al cuestionar la tradicional dicotomía entre ciencia y tecnología. El arte -otro nombre para la actividad transaccional- que produce conocimiento científico se caracteriza además por su recurso a artefactos, instrumentos artificialmente diseñados. Un poderoso motor de la revolución científica fue la utilización de aparatos y técnicas de las artes industriales como medio para obtener datos científicos. En este proceso histórico, el antiguo conocimiento empírico se transformó en conocimiento experimental. Así, en el sentido original del término, el conocimiento científico es un arte, ya que es producto de un proceso planeado, en el que se utilizan herramientas y técnicas de las artes útiles o productivas en el contexto de la investigación científica misma.

Por tanto, sostiene Dewey, la diferencia entre ciencia y tecnología no es de carácter intrínseco, sino que depende de las condiciones en las que se desarrollan la ciencia y la industria. Si no fuera por ello –extrema su posición–, se trataría de una mera diferencia convencional, al punto de ser puramente verbal. Una propuesta que invita a reflexionar y aporta elementos para la discusión actual sobre las tradicionales y dañinas dicotomías, reforzando posiciones como la de Donna Haraway -antes mencionada- al contribuir a una mejor elucidación de cuestiones relativas a la diversidad sexual y de género que la ocupan.

Por otro lado, Diéguez sostiene que el ser humano sería el más importante bioartefacto creado por sí mismo, proceso que inició desde el primer día de su existencia. El ser humano no podría sobrevivir, afirma, sin sus múltiples prótesis técnicas y tecnológicas, a las que califica en términos de una sobre naturaleza artificial en su propia constitución. Y aquí cabe decir que Dewey nos abre el camino para pensar esta cuestión desde una perspectiva más amplia, en tanto que sostiene que el ser humano desea, sufre, goza, reacciona e interactúa con un mundo siempre cambiante del cual forma parte; un mundo al que modifica y por el cual resulta modificado –situación que supone su noción de experiencia en términos transaccionales-. Así, desde que nace, el ser humano enfrenta situaciones de conflicto, de incertidumbre e indeterminación, que deberá resolver. Y la capacidad de resolver problemas, de transformar y generar nuevos instrumentos, no caería dentro del rango de lo usualmente denominado artificial. Por el contrario, dichos procesos son constituyentes naturales del ser humano –otro modo de objetar el dualismo natural/artificial, e incluso el dualismo naturaleza/cultura.12

Como hemos sugerido, la crítica de Dewey a las posiciones dualistas subraya el hecho de que la filosofía de la modernidad mantuvo vigentes principios metafísicos muy arraigados, a pesar de los notables avances del modelo de investigación promovido inicialmente por las ciencias naturales. Dewey cuestiona dichas posiciones argumentando que la dicotomía naturaleza/cultura, en sus distintas formulaciones, no puede establecerse con base en hechos. Por lo cual consideramos que Dewey suscribiría la crítica de Donna Haraway, en el sentido de que dichos dualismos han sido más útiles para la discusión filosófica en torno a la filosofía misma (por ejemplo, entre empirismo y racionalismo) que pensando en las necesidades y consecuencias prácticas que acarreaban. Los aportes de la filosofía feminista, más allá de los valiosos y críticos aportes de Haraway, siguen siendo de los más promisorios en la actualidad para avanzar en la crítica a toda forma binaria o dicotómica de pensamiento.

Con base en lo antes dicho, insistimos en que contra toda forma de esencialismo y fundacionismo, y contra toda versión dicotómica de la vida, Dewey propone una nueva forma de comprender la relación entre el ser humano y el mundo. De aquí que reformule la concepción tradicional de la naturaleza -incluida la humana- como algo susceptible de ser modificado por la acción humana misma, con base en su novedosa noción de experiencia. Esta noción saca a la luz el componente propiamente humano de todas nuestras acciones y decisiones, tanto en el nivel del proceso de conocimiento como en el de toda otra actividad humana. En todo proceso activo, transaccional, tendiente al logro de fines, el ser humano confronta y modifica la naturaleza a la vez que él mismo resulta modificado. En la medida en que interviene por mediación de la ciencia, la técnica o la acción política, pretende que la naturaleza se comporte en forma cooperativa con los fines propuestos. Así, “ni la ciencia ni la acción política son fuerzas cósmicas impersonales. Ellas ‘operan’ sólo en el medio de los deseos, las previsiones y el esfuerzo humanos”. Y en un párrafo particularmente claro, agrega Dewey:

La ciencia es un instrumento, un método, un cuerpo de técnicas. Mientras es un fin para aquellos investigadores que están involucrados en su prosecución, en el sentido humano amplio es un medio, una herramienta. ¿Para qué fines habremos de usarla? ¿Habremos de usarla deliberadamente, sistemáticamente para la promoción del bienestar social, o la usaremos primariamente para el engrandecimiento privado, dejando sus resultados sociales más amplios librados al azar? ¿Usaremos la actitud científica para crear nuevas actitudes mentales y morales, o continuará estando subordinada al servicio de deseos, propósitos e instituciones que fueron formadas antes de que la ciencia viniera a la existencia? […] El problema involucrado es el más grande que la civilización haya tenido que enfrentar. Esta es, sin exagerar, la cuestión más grave de la vida contemporánea. Aquí está la instrumentalidad, la más poderosa, para bien y para mal, que el mundo haya alguna vez conocido. ¿Qué es lo que vamos a hacer con ella?13 (Dewey, 1969b, lw.6, p. 55; trad. nuestra).

La respuesta de Dewey se compromete con el carácter radicalmente transformador de la acción humana, referida sobre todo a la actividad científica misma. La posibilidad de limitarla o promoverla proviene del saber qué desear, aunque ese mismo saber –según su propuesta- debe ser ahora objeto de una reflexión crítica, inteligente y deliberada, basada en el conocimiento de los fines y valores que supone, así como de las consecuencias que conlleva. En este sentido, es pertinente señalar que, en el campo de la filosofía reciente, Javier Echeverría (2017), enfatizando la importancia del impacto de los cambios y transformaciones tecnocientíficos que caracterizan nuestro tiempo, propone desarrollar lo que denomina una Filosofía de la Innovación. Se trataría de una filosofía práctica, una que podría dar cuenta de todo quehacer humano, pero también una que no podría eludir una perspectiva axiológica, pluralista y consecuencialista; perspectiva que, a nuestro modo de ver, resulta muy cercana al espíritu del legado de John Dewey.

Finalmente, para recapitular, retomamos la cuestión sobre la naturaleza cambiante del ser humano. En la formulación de Antonio Diéguez: “(…) no se ve en principio por qué su estado actual debería ser congelado en el tiempo en una naturaleza humana a la que considerar como intocable” (Diéguez, 2020, p. 370). En nuestras palabras, y en vista de la fuerza de los hechos y argumentos esgrimidos, rechazamos toda forma de esencialismo al respecto. Pero argumentamos también -en la línea de Alfredo Marcos- que no podemos negar la necesidad de partir de alguna idea de lo que es el ser humano, la cual funja como parámetro inicial para evaluar las innovadoras formas de intervenir y transformar nuestra condición. A ello agregamos, siguiendo a Dewey, que la idea de naturaleza humana que tomemos como punto de partida siempre provendrá del contexto donde tiene lugar la investigación, y por tanto tendrá un carácter histórico y relativo. Como dijimos, todo problema surge sobre un trasfondo incuestionado pero cuestionable, un trasfondo de supuestos indispensables para la reflexión, especialmente en tiempos de crisis, los cuales delimitan el rango de lo permisible en un contexto espacio-temporal determinado; supuestos que, sin embargo, eventualmente podrán ser objeto de cuestionamiento.14,15

Desde luego, las consideraciones precedentes no agotan la profundidad del tema. Son muchas las preguntas que quedan abiertas. Sin embargo, resulta alentador el fecundo debate que se ha generado en el ámbito filosófico iberoamericano sobre la potente capacidad humana de transformar, así como sobre el análisis y evaluación de sus posibles consecuencias, con el deseo y el esfuerzo de lograr una vida humana mejor. Las aproximaciones diversas -incluso encontradas- que nos separan, pero que a la vez nos invitan al diálogo, no ocultan que no sólo está en cuestión la naturaleza del ser humano, sino también, y en paralelo, la preocupación vital acerca de qué clase de seres humanos queremos ser. El legado de Dewey, como hemos intentado mostrar, tiene mucho que aportar a este debate filosófico de primera importancia en los turbulentos tiempos que vivimos. Ojalá que nuestro compromiso filosófico con el mejoramiento de la vida humana nos aleje del “Destino del adivino, que sólo sabe pintar para los ciegos lo que vendrá”.16

Referencias bibliográficas

Barad, K. (2003). Posthumanist Performativity: Toward an Understanding of How Matter Comes to Matter. Signs: Journal of Women in Culture and Society, 28(3), 801-831.

Bostrom, N., (2005). Transhumanist Values. Review of Contemporary Philosophy, 4(1-2), 81-101.

Bostrom, N., et al. (1999). The Transhumanist FAQ. http://www.transhumanism.org/resources/faq.html.

Dewey, J. (1948) [1925]. La experiencia y la naturaleza. J. Gaos (trad.). México D. F.: FCE.

Dewey, J. (1922). Human Nature and Conduct: An Introduction to Social Psychology. Collected Works, Middle Works, 1899-1924. Vol. 14. En J. A. Boydston (Ed.), The Collected Works of John Dewey, 1882-1953 (Vol. 37). Illinois: Southern Illinois University Press.

Dewey, J. (1888). Leibniz´s New Essays Concerning the Human Understanding. Critical exposition, Early Works. Vol. I. En J. A. Boydston (Ed.), The Collected Works of John Dewey, 1882-1953, (Vol. 37). Illinois: Southern Illinois University Press.

Dewey, J. (1969a) [1931]. Science and Society (Philosophy and Civilization) The Later Works, 1931-1932. En J. A. Boydston (Ed.), The Collected Works of John Dewey, 1882-1953. Illinois: Southern Illinois University Press.

Dewey, J. (1969b) [1932]. Human Nature. Collected Works. Later Works. Vol. 6. En J. A. Boydston (Ed.), The Collected Works of John Dewey, 1882-1953. Illinois: Southern Illinois University Press.

Dewey, J. (1938). Does Human Nature Change? Collected Works. Later Works. En J. A. Boydston (Ed.), The Collected Works of John Dewey, 1882-1953. Illinois: Southern Illinois University Press.

Dewey, J. (1952) [1929]. La busca de la certeza. Un estudio de la relación entre conocimiento y acción, E. Imaz (prol., trad y notas). México: FCE.

Diéguez, Antonio (2017). Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano. Barcelona: Herder.

Dewey, J. (2020). La función ideológica del transhumanismo y algunos de sus presupuestos. ISEGORÍA. Revista de Filosofía Moral y Política, (63), 367-386. https://doi.org/10.3989/isegoria.2020.063.05

Di Gregori, M.C. (2015). La teoría de la acción en John Dewey: Algunas claves para su interpretación. X Jornadas de Investigación en Filosofía, 19 al 21 de agosto de 2015, Ensenada, Argentina. En Memoria Académica. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.7596/ev.7596.pdf

Echeverría, J. (2017). El arte de innovar. Naturaleza, lenguajes, sociedades. Madrid: Plaza y Valdés Editores.

Hammarström, M. (2010). On the Concepts of Transaction and Intra-action. The Third Nordic Pragmatism Conference – Uppsala, 1-2 June 2010. https://internt.ht.lu.se/media/documents/persons/MatzHammarstrom/On_the_Concepts_of_Transaction_and_Intra_action.pdf

Haraway, D. (1995). Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Cátedra.

Kuhn, Thomas S. (1993). Afterwords. En P. Horwich (Ed.), World Changes. Thomas Kuhn and the Nature of Science, (pp. 311-341). Cambridge, Mass.: The MIT Press.

Lewis, C. I. (1929). Mind and the World-Order: Outline of a Theory of Knowledge. New York: Scribner's Sons.

Linares, J. (2018). Hacia una ética para el mundo tecnológico. ArtefaCToS. Revista de estudios de la ciencia y la tecnología, 7(1), 99-120, http://dx.doi.org/10.14201/art20187199120

Marcos, A. y Pérez Marcos, M. (2018). Meditación de la naturaleza humana. Estudios y Ensayos. Madrid: BAC. Filosofía y Ciencias.

Marcos, A. (2018). Bases filosóficas para una crítica al transhumanismo. ArtefaCToS. Revista de estudios de la ciencia y la tecnología, 7(2), 107-125, http://dx.doi.org/10.14201/art201872107125

Ratner, S. (1987). John Dewey's Critique of Leibniz and Locke. Studia Leibnitiana Band, 19(1), 74-84.

Reichenbach, H. (1938). Experience and Prediction. Chicago: University of Chicago Press. https://philpapers.org/archive/REIEAP-2.pdf

Steimberg, O. (2015). Gabino Betinotti. Tango. Oratorio - suivi de Gardel & La Tsarine, D. Coste (trad.). Buenos Aires: Association Reflet de Lettres.

Notas

1 Como hemos señalado en otros textos, Dewey formula una novedosa noción de experiencia en términos de acción transaccional, lo cual significa que no podemos entender ningún proceso activo como ocurriendo entre cosas que existen al margen de los seres humanos y humanos que existen y subsisten al margen de las cosas; esto es, de su interacción con el entorno. A diferencia de las teorías tradicionales de la acción, en la concepción de Dewey el organismo humano vive, se desarrolla y modifica en y con el resto de su entorno; de aquí que sostenga que tanto la práctica científica como la experiencia cotidiana deben ser comprendidas en términos transaccionales. Es decir, se hace necesario formular una nueva teoría de la acción. Cabe recordar también que su teoría de la experiencia se contrapone, en cada una de sus tesis centrales, con la mayor parte de las teorías empiristas y racionalistas de la modernidad, comenzando por la forma en que éstas conciben al sujeto epistémico; esto es, como un espectador pasivo, como un perceptor de sense data (Dewey, 1917, pp. 7-8). Y hablando del análisis de las teorías de la modernidad, es justo mencionar aquí que la propuesta de Leibniz, si bien fue interpretada por Dewey en términos de un racionalismo apriorista (Dewey, 1888, ew. Vol. I, p. 253), sin embargo, comparte la crítica del propio Leibniz al psicologismo de Locke, al mismo tiempo que defiende la idea leibniziana referida a la continuidad entre la naturaleza y lo humano. Así, según Sidney Ratner (1987): “Leibniz renforce chez Dewey les concepts fondamentaux d'organisme, de continuité et d'unité rationnelle du monde, idées qui joueront plus tard un rôle important dans la formation de la philosophie de Dewey”.
2 Dewey consideraba, por ejemplo, que en un tiempo relativamente corto la revolución industrial había transformado las condiciones de la vida humana; y otro tanto habría ocurrido con el desarrollo de las ciencias, la tecnología, las ciencias de la comunicación, etc.
3 El transhumanismo, en palabras de Nick Bostrom, puede definirse como un movimiento cultural, intelectual y científico que afirma el deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana, y de aplicar al ser humano las nuevas tecnologías. Todo ello, con la finalidad de eliminar aspectos que –desde su perspectiva– son no deseados y no necesarios de la condición humana, como el sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento y hasta la condición mortal.
4 Cfr. Barad K. (2003) y (2007). Como señala Matz Hammarström, en su incisivo trabajo On the Concepts of Transaction and Intra-action (2010), la física y feminista Karen Barad no sólo es una conocida defensora del realismo agencial en ciencia, sino que a propósito de la defensa de su tesis acuña el término ‘intra-acción’, término que, inicialmente aplicado a la solución del problema del realismo y la objetividad en ciencia, se aproxima notablemente a la idea de transacción en Dewey, cuestión a la que nos referimos en Di Gregori, M.C, (2015).
5 Dewey sostiene que la institución de la guerra resulta ser una de las más antiguas en la vida humana. La crítica -a veces sobredimensionada- a los intentos y esfuerzos por lograr una paz estable se basa en el supuesto de la natural e inalterable condición belicosa de los seres humanos. Una idea con consecuencias prácticas importantes, ya que ha conducido al fracaso de diversos movimientos pacifistas. De hecho, se sostiene que la guerra es un patrón social connatural tanto como la esclavitud doméstica lo era para los antiguos griegos.
6 “To Aristotle slavery was rooted in aboriginal human nature. Native distinctions of quality exist such that some persons are by nature gifted with the power to plan, command, and supervise, and others possess merely the capacity to obey and execute. Hence slavery is natural and inevitable” (Dewey, 1922, mw.14, p. 78).
7 “[…] an instance of the controversy as old as Aristotle as to whether ‘nature’ is to be defined in terms of origin or of complete development, i.e., of ‘ends’” (Dewey, 1969b, lw.6, p.31).
8 “The acquired may moreover become so deeply ingrained as to be for all intents and purposes native, a fact recognized in the common saying that "habit is second nature." (Dewey, 1969b, lw.6, p. 32).
9 “[…] the industrial revolution theory has generally held that wants are the motors of social progress, the dynamic force in creation of initiative, invention, the production of wealth and new forms of satisfaction” (Dewey, 1969b, lw.6, p. 37).
10 “If we except the extreme partisan stand, it may be regarded as now generally accepted that the immense diversities of culture which have existed, and which still exist, cannot possibly be derived directly from any stock of original powers and impulses; that the problem is one of explaining in its own terms the diversification of the culture milieus which act upon original human nature. As this fact gains recognition, the problem of modifiability is being placed upon the same level as the persistence of custom or tradition; it is wholly a matter of empirical determination, not of a priori theorizing” (Dewey, 1969b, lw.6, p. 38).
11 “But to put this question in its proper perspective, we have first to recognize the sense in which human nature does not change. I do not think it can be shown that the innate needs of men have changed since man became man or that there is any evidence that they will change as long as man is on the earth” (Dewey,1938, lw.13, p. 286).
12 Cabe señalar que, en diversas ocasiones, en función de elucidar su noción de experiencia y acción, Dewey insiste en la necesidad de distinguir entre los seres vivos y los objetos inertes, entre lo animado y lo inanimado. En breve, sostiene que si una roca padece los efectos de una fuerza y esa fuerza es mayor que su resistencia mecánica, la roca se partirá; en caso contrario, permanecerá inalterada. Pero lo que nunca ocurrirá es que la roca reaccione o luche para mantener su integridad. Es en esta dirección que Dewey propone distinguir los seres animados de los inanimados: los seres vivos se caracterizan por su capacidad de luchar por sobrevivir. Además, esta tesis lo habilita para sostener la idea de continuidad entre los seres vivos en sus múltiples variantes. Como afirma Diéguez: “Con buenos argumentos proporcionados por los estudios científicos sobre sus capacidades cognitivas y su conducta social, los animales son situados en estrecha continuidad con nuestra especie, que ya no es vista sino como una más en el largo proceso evolutivo, y de ningún modo como el culmen de dicho proceso...” (2020, p. 370). Por otra parte, en nuestra lectura, la distinción entre lo inerte y lo vivo tampoco debe entenderse de manera dicotómica. La materia física interactúa constantemente con los organismos en procesos mutuamente transformadores, por lo cual la materia afecta a, y tiene consecuencias sobre los seres vivos (a veces previstas, otras no). A fin de cuentas, lo vivo emergió de la interacción entre elementos inertes.
13 “Science is an instrument, a method, a body of technique. While it is an end for those inquirers who are engaged in its pursuit, in the large human sense it is a means, a tool. For what ends shall it be used? Shall it be used deliberately, systematically, for the promotion of social well-being, or shall it be employed primarily for private aggrandizement, leaving its larger social results to chance? Shall the scientific attitude be used to create new mental and moral attitudes, or shall it continue to be subordinated to service of desires, purposes and institutions which were formed before science came into existence? […] The problem involved is the greatest which civilization has ever had to face. It is, without exaggeration, the most serious issue of contemporary life. Here is the instrumentality, the most powerful, for good and evil, the world has ever known. What are we going to do with it? (Dewey 1969b, lw.6, p. 55).
14 Esta propuesta nos remite a la idea de un “a priori pragmático”, tal como la formulara C.I. Lewis (1929) en el cap. VIII, titulado “The Nature of the A Priori, and the Pragmatic Element in Knowledge” [este capítulo está publicado en español en Redes, vol. 10, núm. 20, 2003, pp. 89-117. Universidad Nacional de Quilmes. Trad. C. Duran y C. Di Gregori].
15 En este mismo sentido, cuando Thomas Kuhn se refiere al a priori de Kant, retoma la distinción que hace Hans Reichenbach (1938) entre un “a priori fijo” (el del carácter absoluto de las categorías kantianas) y un “a priori relativo” a las distintas culturas y periodos históricos. Y es este segundo sentido el que Kuhn otorga a las categorías taxonómicas, pues a pesar de no ser fijas, de todos modos, son constitutivas de la experiencia posible del mundo (cfr. Kuhn, 1993, p. 331). De aquí que consideremos que la idea de naturaleza humana que asume Dewey tiene este mismo carácter de “a priori relativo e histórico”.
16 Steimberg, Oscar (2015). Zaguán (poema-tango), p.76.

Recepción: 31 Mayo 2022

Aprobación: 29 Julio 2022

Publicación: 01 Diciembre 2022

ediciones_fahce
Ediciones de la FaHCE utiliza Amelica Marcador XML, herramienta desarrollada con tecnología XML-JATS4R por Redalyc
Proyecto académico sin fines de lucro desarrollado bajo la iniciativa Open Access